Muchos escritores yerran al calificar el tipo de narración que cuenta la historia a través del testimonio de sus protagonistas. Con evidente desdén, encasillan ese estilo de narración con el nombre de “periodismo histórico o historia periodística”.El calificativo encierra un gran prejuicio sobre una manera de contar la historia. La creencia entre muchos de ellos es que los elementos de color en la narración, la parte anecdótica detrás de todo relato histórico le despoja de su rigor académico.
Hay distintas maneras de exponer la historia. Muchos académicos se aferran al método simple de la cronología y han hecho del relato histórico una de las formas más aburridas de la literatura. También hay quienes sostienen que el rigor del relato, riñe con la amenidad. Para ellos la única vía para la narración exacta o correcta de los hechos descansa en la reproducción textual de los documentos disponibles en los archivos o las referencias a lo que otros ya antes han relatado o descubierto. Todo lo que no se ciñe a estas reglas por lo tanto no es historia.
Desde mi perspectiva de investigador, no del historiador que no soy ni pretendo ser, el relato histórico necesariamente no se limita a los textos académicos; aquellos que se utilizan principalmente como referencia en las aulas universitarias. Cuando se minimiza el testimonio como uno de los valores de la investigación para reconstruir pasajes históricos, se pasa por alto un hecho fundamental. Y es que no todo lo que acontece aparece descrito en los documentos y que algunos de estos papeles son el producto de los prejuicios ideológicos, políticos o de cualquiera otra naturaleza de quienes lo redactan y que a veces están basados en apreciaciones falsas e incompletas de terceros, o en visiones llenas de prejuicios de acontecimientos a los que asisten no como testigos imparciales, sino como actores principales.