Un sistema político tan débil como el nuestro crea los factores que preservan su permisividad y abren enormes posibilidades a aquellos prestos a acudir al primer llamado de oportunidad. Son los contratistas y modernizadores de siempre. Los hadas madrinas que pretenden modificar el país con sus varas mágicas, llenas de falsas ilusiones.
Atados a realidades que los abruman, e imbuidos de sus propias ambiciones de fama y fortuna, los presidentes ceden con facilidad al embrujo de estos prestidigitadores. Pocos presidentes se han resistido al encanto de la adulación que estos personajes traen en sus portafolios llenos de planes y proyectos y vencidos pagarés de campaña electoral. No son los adversarios de un presidente ni sus críticos los que dañan el campo donde éste se mueve. En una democracia verdadera estos pueden ser, aún en el más ácido de los enfrentamientos, el combustible que enciende la luz para ver al través de la oscuridad propia de toda situación de crisis. El peligro está en los colaboradores y los amigos más cercanos. Aquellos que en campañas se ofrecieron voluntariamente para financiar mítines y recorridos. Los que cedieron sus lujosas residencias para cenas de recaudación de fondos. Son esos los que después provocan los conflictos de intereses que ponen a los presidentes ante dilemas y problemas de conciencia. Los que conscientes de las debilidades del amo, le ponen a decidir, aún en las circunstancias más delicadas y precarias, entre la lealtad a los electores y sus compromisos de campaña. Los que en situaciones de crisis y escasez, le embarcan en proyectos faraónicos tras la falsa búsqueda de una inmortalidad que jamás se alcanza por esos medios.
Gobernar para amigos y con amigos es el peor de los errores. La vía más idónea al fracaso y a la desilusión. Las lealtades personales distancian a un gobernante de sus obligaciones.