El poder de la lisonja (3 de 3)

El culto de la personalidad divorcia a los presidentes de la realidad. Las lisonjas les cierran los oídos a las voces del pueblo y de sus organizaciones representativas. Y terminan, por supuesto, llenando de fantasmas y de miedo los espacios a su alrededor. El susurro permanente del anillo palaciego y el ambiente encantador y frívolo de las cortes de fines de semana, que se entregan como antídotos al estrés presidencial, consiguen a la larga el propósito de encerrarlo en jaulas de oro donde sólo llegan los ecos de esas voces.

El resultado es un hombre temeroso de cuanto lo rodea. Reacio a escuchar opiniones críticas. Sensible a los juicios de una prensa independiente. Honoré de Balzac decía que “todo poder es una conspiración permanente”. Y así ha sido en nuestro país a lo largo de la dolorosa construcción de los cimientos de una democracia que todavía estamos lejos de alcanzar en sentido integral, a juzgar de cómo se la practica en otros países que han logrado niveles de prosperidad y felicidad colectiva que no tenemos entre nosotros. Rómulo Betancourt, uno de los líderes democráticos más importantes de América Latina, por el tiempo que le tocó vivir, y las circunstancias que debió afrontar, escribió:

“He vivido lo suficiente para haber aprendido que los elogios a hombres públicos tienen deleznables cimientos y que las rachas nada benévolas de la historia terminan para siempre por desmantelarlos. Me he preocupado de acercarme al hombre que diseñó Rudyard Kipling en su poema If, un sí no afirmativo, sino condicionado. La estrofa exalta al hombre capaz de haber visto pasar junto a él, entre sus manos, con la misma indiferencia fundamental, la persecución y la derrota, la victoria y el poder”.

Me he preguntado en infinidad de ocasiones si hay entre nosotros un líder dotado de la suficiente fuerza moral para acercarse a ese  modelo de liderazgo.