Con motivo de la despedida del embajador de los Estados Unidos y su esposo, tras su renuncia el próximo veinte de enero, es mucho lo que se ha hablado. Pero yo quiero decir que el comportamiento de ambos en nuestro país ha sido franco y ejemplar. No escondieron su condición de pareja al llegar, no enmascararon sus sentimientos, no fraguaron una historia hipotética que los hiciera “aceptables” a los ojos de los mojigatos e intolerantes. Simplemente exhibieron su amor, desplegaron libremente su elección de vida, esculpieron los bríos de su pasión ante el mundo entero, sin sonrojo.
¿Cuál fue, entonces, el motivo que originó el rechazo de una pareja que, por el solo hecho de ser diferente, tuvo que soportar todas las diatribas inimaginables provenientes del ardor homofóbico? Peor son los otros. Ensotanados que se aprovechan de la pobreza, y abusan de su poder espiritual. Pervertidos que tienen una vida “normal” y “brincan la tablita” en la sombra. “Machotes” con pistolas al cinto que “sudan” dentro de su marcial uniforme. Chulos de mala muerte que pisan la colilla del cigarrillo segundos antes de bajarse los pantalones. Abogados que van a misa puntualmente todos los domingos, y miran de reojos, sobresaltados, con el corazón en la boca. Bugarrones ariscos mortificados porque les cayó caspa. ¡Todo ese batiburrillo infernal de la farándula dominicana, escandalizados porque dos hombres se aman!
No hubo una sola pizca de maldad en los sentimientos que exhibieron el Embajador de los Estados Unidos y su pareja en el país. Ninguna ofensa constituía la abierta proclama de su amor. Es nuestra pobreza espiritual la que los juzgó de forma tan impiadosa. Incluso, antes de llegar al país, legitimaron legalmente su condición de pareja, de acuerdo a las leyes de su nación, anticipándose al odio irracional que veían venir. ¡Oh, Dios!
PRIMER PANFLETO
El déspota, el que se cree iluminado, el que aparece poseído del destino de todos, el que se fragua una estirpe de redentor, es absolutamente nada. La prueba es que yo puedo decir cualquier cosa. Esto deberían saberlo esos bufones que escriben y lamben sin cesar al presidente de turno, al “líder” inmarcesible del momento, al “mesías que nos ilumina”. Zalameros, escriben desde Palacio. Planchan las arrugas del Príncipe, y aplacan su conciencia diciéndose a sí mismos que lo que hacen es la continuidad histórica del tipo de poder que hemos conocido, y la sumisión repugnante que produce.
Junto a las tumbas de los Reye franceses había siempre un perro. Algo menos que ése perro es lo que son. Se imaginan grandiosos, estrategas. Pero el poeta alcanza al ser, los lambones reposan sus lenguas en las chancletas.
SEGUNDO PANFLETO
Judas siguió con ansiedad, aunque con escepticismo, el juicio al que sometieron a Cristo después de su traición. Había un designio histórico que cumplir, pero él se sentía fascinado por el espíritu de rebeldía que acompañaba al hijo de Dios. Sin darse cuenta, Judas era la premonición terrible de lo que le espera a todos los traidores. La teleología del cristianismo imponía la presencia de un sujeto histórico que cumpliera el designio de Cristo; y de paso, junto al hecho de crucificar al redentor, crucificar también al traidor. Es cierto que no hay Jesucristo sin Judas; pero Judas se trasciende a sí mismo por traidor. Fue la metafísica de la certeza lo que llevó a Judas a entender que se liberaría asumiendo el designio divino de entregar a Cristo, porque lo que lo tipificaría sería el estigma de traidor.
Estoy escribiendo una pequeña obra de teatro titulada: “Leonel y sus Judas”, un sainete burlón de esa cofradía de alabardero que a última hora abandonó sin piedad a quien apenas unos días antes idolatraban. Y me enchivo en un diálogo penoso entre el más destacado de esos Judas y Dios:
“Judas: Estaba escrito, Señor, alguien tenía que hacerlo. Juro por mi honor que sufrí.
Dios: ¿Tu honor, tu honor has dicho? ¿Acaso un Judas puede tener honor?”
No sé cómo terminarlo, Judas es tan enrevesado que, quizás, pueda creerse que tiene honor.