A pesar de las noticias que distraen la atención, y de todos los asuntos que deberían concentrar el interés nacional, es indiscutible que hay un tema que ocupa la principalía, preocupa, desvela, amenaza y desata las más bajas pasiones, la posibilidad de una modificación a la Constitución para beneficiar nuevamente al presidente.
Lo que está aconteciendo retrata de cuerpo entero la fragilidad de nuestra institucionalidad, pues solo en un país en el que las leyes no sean cabalmente respetadas, puede provocarse una situación como esta frente a un mandato claro de nuestra Carta Magna, por demás promovido por el propio gobernante de turno.
También el hecho de que en un país todavía marcado por el caudillismo, en el que los presidentes son el centro de todas las decisiones y tratados como semidioses, este pueda asumir la postura de que nada tiene que ver con lo que está pasando y con lo que hacen sus más cercanos colaboradores, y decidir que hablará cuando le convenga sobre el tema, por un lado dándole licencia a quienes promueven su permanencia en el poder, y el por el otro poniéndole un freno a quienes pudieran ser el relevo.
El presidente se encuentra en un laberinto porque por más vueltas que le quieran dar sus acólitos, cualquier intento de reformar la Constitución, ya sea para permitirle su continuidad o permitirle volver luego de agotados los dos períodos por los que ha sido elegido, es traicionar su palabra, y desmentirse a sí mismo, pues justificó la anterior reforma argumentando que el mejor sistema era el modelo norteamericano de dos períodos y nunca más; lo que por demás en el plano histórico lo colocaría como el presidente que modificó dos veces la Constitución para beneficiarse a sí mismo.
Para nadie es un secreto que la matemática reeleccionista en este país, tanto en el pasado como en el presente se nutre de prebendas, por lo que cualquier eventual obtención de votos opositores a la reforma se presumiría viciada de corrupción; y lo peor es que la contrapartida a esta lamentable amenaza a nuestra Constitución es garantizarles puestos a congresistas que por el solo hecho de mostrar vulnerabilidad frente a las ofertas espurias que se dice reciben, no merecerían ser repostulados.
Aunque para los que nuevamente quieren pisotear la institucionalidad el único plazo que cuenta es el que les permita hacer posible su funesto propósito de modificar la Constitución, el plazo que deberíamos tener todos en mente es que el próximo 7 de julio iniciará la precampaña para unos procesos internos de selección de candidatos que deberían mejorar los niveles de democracia y abrir oportunidades, las cuales sin embargo están congeladas por la amenaza reeleccionista que ni deja emerger las figuras alternas de su partido, ni permite que otras de oposición salgan al ruedo.
Mientras en el Congreso los ánimos se caldean por la posibilidad de que se introduzca el proyecto de ley de convocatoria, en el vecino edificio de la Suprema Corte se espera la sentencia del caso ODEBRECHT que decidirá quiénes de los pocos imputados restantes irán a juicio de fondo, sin que nadie crea realmente que se hará justicia; y mucho menos cuando hasta se rumora que se ha prometido intercambiar apoyo a la reforma con impunidad en este caso, que está plagado internacionalmente precisamente de aportes a campañas electorales a cambio de obras.
La mayoría de la sociedad ha expresado su rechazo a los aprestos de reforma, pero debería ser más firme en exigir al presidente que ponga fin a este dañino “acoso a la Constitución”, el cual no cesará mientras no salga de su laberinto y permanezca el perverso compás de espera.
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