La definición canónica tradicional del poder constituyente del pueblo lo concibe con los atributos de Dios, es decir, como un poder absoluto, originario, inmanente, extraordinario, permanente, soberano, autónomo, ilimitado, unitario e indivisible, que, por tanto, no puede ser encuadrado, encauzado y limitado jurídicamente ni siquiera por la Constitución surgida de la voluntad de ese propio pueblo, porque ello sería renunciar a su soberanía, de donde se infiere que el pueblo puede saltarse las formas y procedimientos constitucionales para darse una nueva Constitución en violación a las normas constitucionales vigentes que rigen la reforma constitucional.
Postular en una democracia constitucional esa absolutista concepción del poder constituyente sólo puede conducir a la destrucción del orden constitucional democrático. Como afirma el poema de Bertolt Brecht, “el poder del Estado procede del pueblo… Pero ¿a dónde va?”. La respuesta a la pregunta del poeta es y solo puede ser, cuando se vive en un ordenamiento constitucional democrático, que el poder del pueblo se ejerce directamente por este conforme los mecanismos electorales constitucionalmente establecidos y por medio de sus representantes elegidos por el pueblo. Pero para Carl Schmitt, uno de los padres fundadores del absolutismo constituyente, toda asamblea legislativa, procedimiento o institución formalizada en la Constitución es incompatible con la esencia del pueblo soberano y la naturaleza omnipotente de su poder constituyente.
Parecería entonces que los sacerdotes de la omnipotencia constituyente favorecerían mecanismos de participación popular directa. Pero he aquí la paradoja: Schmitt postula que la democracia no tiene necesariamente que fomentar lo que hoy conocemos como participación ciudadana. Como lo demuestran las democracias realmente existentes de los países de nuestra América atrapados en las redes del populismo, la democracia puede ser demagógica, centralista, verticalista y opresiva. Para Schmitt, el pueblo puede participar, claro. Pero del modo que un cuerpo no organizado lo puede hacer, es decir, como la multitud que pidió liberar a Barrabás, por gritos o por aclamación (¡arriba, abajo, viva, muerte, sí, no!). Y es que, en el fondo, la democracia populista desconfía de un pueblo al que no le cree capaz de tomar decisiones articuladas.
Por eso, el despotismo constituyente postula que una asamblea constituyente puede conformarse sin acudir al “método liberal de decisión mayoritaria por sufragio universal, igual y directo, de todos los ciudadanos” (Schmitt) y al margen del procedimiento constitucional de reforma; que la asamblea revisora de la Constitución no está atada a la ley que declara la necesidad de la reforma; que un referendo popular consultivo previo tampoco vincula al poder de reforma; y que no puede controlarse la constitucionalidad ni de la forma ni del contenido de la reforma ni mucho menos de la Constitución reformada.
Pero, en una democracia constitucional, desde la óptica estrictamente jurídico-positivista, la reforma debe hacerse como manda la propia Constitución. Si se quiere reformar o sustituir la Constitución en violación a los procedimientos constitucionales de reforma, lo que procede es dar un golpe de estado o hacer una revolución. Pero no es válido, alegando que el pueblo es soberano, reformar la Constitución en fraude a ella y su procedimiento. Ello puede ser manifestación del poder constituyente, que en verdad sólo puede manifestarse ilegalmente, pero nunca del poder de reforma constitucional, que siempre es poder constituido y debe actuar apegado a la Constitución a reformar.