Si de repente yo enloqueciera y me cogiera con meterme a chófer de “concho” sin antes arrodillarme y recibir la santa bendición de los sindicalistas dueños de las calles y avenidas, asegure que sería hombre muerto o apaleado. O, por lo menos, el carro ajeno que conduzca saldría mal herido, y yo humillado por hombres “cuerdos” armados de cuchillos, machetes, bates y pistolas, pues hasta me escupirían el rostro.
Si me diera por considerarme abogado y montara una “oficina para casos difíciles” (convertir en santos a narcos, gatilleros, ladrones de gran calibre y mafiosos, y en diablos a las víctimas indefensas), caería preso ipso facto por usurpador.
Si mi cerebro achicharrado me mandara a ser un Alexander Fleming moderno y comenzara a administrar mi invento de una nueva penicilina para curar hasta la “olla económica”, buscarían asesoría haitiana para saber cómo sacrificarme con el collar del suplicio.
De ingeniería ni se diga. Si me pusiera un calzón de kaki, una camisa de cuadro y llevara debajo de la axila derecha un plano enrollado, y comenzara a “buscármela” como constructor de mega-obras, me harían un juicio mediático sumario, agravando con ello mi demencia.
Si en la galería de mi casa abriera un kiosquito y sobre un cartón rústico con un carbón escribiera un letrero: “Se kura la sinusiti”, el “mardiojo”, “el Cida”, el kancel” y el “asma”, en un santiamén me invadiría un contingente policial, desbarataría el local en lo que canta un gallo y me llevaría a la “chirola” más alto que el monumento de Santiago de los Caballeros.
Si me considerara cantante y grabara una canción ajena o me atribuyera su propiedad, me caerían encima los palitos, por no pagar derechos de autor y por ser plagiario.
Si la sinrazón me impulsara a hacer lo que nunca hice cuando dizque lucía saludable (robarme un peso, por ejemplo), quedaría sentenciado sin derecho a ser perdonado, por carecer de dinero para pagar una buena defensa y para que me favorezca la “íntima convicción” de un juez serio.
Nada pasaría sin embargo si me cogiera con buscar dinero para arrendar un espacio televisual. Eso sería lo más fácil. Bastaría con ponerme una corbata cualquiera sobre una camisa rameada y, en el estudio, sentado detrás de una mesa descolorida, adornada con un florero sin ton ni son, comenzar a gritar cuantos disparates se me ocurran. Y si fuera en la radio, mejor todavía: gritar sandeces y más sandeces… Y punto. Romperán las paredes los aplausos.
Sufrimos el reino de los disparates mediáticos, de las mentiras. Y ese daña tanto a la sociedad como los malos políticos y gobiernos que criticamos, con la agravante de enmascararse y escurrirse por debajo de la mesa con discursos socialmente tan venenosos como el “raticida mortal” diluido en el jugo envasado en cartón con atractiva etiqueta que hace unos días le pasaron a un taxista preso tras implicarlo en la muerte de un teniente coronel de la Policía.
Pocos en la sociedad advierten la dimensión de esta tragedia. Actitud bochornosa pero entendible, sin embargo: en los medios, la bulla, el chantaje, la calumnia, la difamación, la chercha, la desinformación, la mentira y la corrupción han sido validadas a través del desdibujamiento intencional del periodismo y la comunicación, impulsado por el montaje discursivo perverso de la libertad de prensa y de expresión del pensamiento sin límites que “fotocopian” nuestras sociedades sin mediar contexto.
No hay censura más efectiva que el montón de basura mediática que nos tiran cada segundo encima vía las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
Tanta gente hablando tanta basura provoca un ambiente irrespirable que cierra hasta la última brecha para comprender los acontecimientos que ocurren a diario en nuestro entorno. Son verdaderas máquinas para descerebrar seres humanos, envenenar mentes.
A esa gravísima realidad nos enfrentamos sin ninguna capacidad de asombro, pese a que la solución más rápida está en nosotros.
Cuando los consumidores aprendan a rechazar la porquería de contenido que les brindan en bandejas de lujo, a los productores les quedará el dilema: o cambiar… o desaparecer.
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