La teatral presentación de una imaginaria República Dominicana del 2044, año del bicentenario de la independencia, mostró la semana pasada a un Leonel Fernández fuera de foco, en un escenario surrealista de extemporánea campaña electoral con vista al 2020. Un espectáculo de ficción de alguien incapaz de apreciar la realidad de su entorno y el papel secundario que le toca y se niega jugar, al abandonar las tareas y responsabilidades de un liderazgo partidario disminuido a causa de voluntario alejamiento.
Lo que se observó en esa presentación de “su República Dominicana” del futuro fue apenas a un hombre empeñado en recuperar una posición perdida, por efecto natural y ley de la vida, tras tres mandatos presidenciales muy cuestionados y cuya frustrada permanencia en el 2012, a despecho de la prohibición que él mismo impuso en la renovación de la Carta Magna, hubiera significado el fin del reinado de su partido y el probable inicio de procesos cuyos desenlaces lucían ya entonces predecibles. Sobre todo, la de un dirigente necesitado de atención, agotado por largas horas de ocio.
Su actitud parece más propia de una oposición interna; la de quien ignora a conciencia los deberes de un liderazgo partidario en un periodo electoral. El pretexto de sus compromisos internacionales, de exclusivo tinte protocolar sin clara vinculación local, no justifican a los ojos de los miembros de su partido, el abandono de las obligaciones que le imponen la presidencia de la entidad, la que de hecho ya no controla ni dirige.
El amor por el poder le ha nublado la razón, como en el aria de “la locura” de Lucía de Lammermoor, la celebrada ópera de Gaetano Donizetti. Su obstinada aspiración de un regreso le impide entender la improbabilidad. Al final de la presentación le dijo a su auditorio: “Si no nos permiten soñar, no los dejaremos dormir”. Pero es él quien sueña y no duerme tras una búsqueda ya lejos de su alcance.