Con el paso de los años, la clase política ha logrado inculcarle a la gente la idea de que el país vive permanentemente enfrentado al choque de intereses contrapuestos. De un lado, el interés nacional, representado por el Estado y quienes ejercen el poder, y el particular, que emana de la actividad privada. En el falso criterio de valoración sobre el que esa tesis se sustenta, el primero es el legítimo y el segundo es espurio, del que surgen todas iniquidades que hacen de la nuestra una nación socialmente injusta debido a las enormes desigualdades existentes.
La teoría de la desigualdad basada en la existencia de los intereses particulares ha servido para encubrir la corrupción y el enriquecimiento ilícito de una clase política incapaz de plantear soluciones de fondo a los graves problemas nacionales y preservar de este modo los grandes y crecientes privilegios que el secuestro de la vida política por los partidos le ha permitido a sus dirigentes. La verdad, sin embargo, es muy distinta. Los hechos demuestran hasta la saciedad que la pobreza prevaleciente en muchos de los países como el nuestro se debe al predominio de los intereses de los políticos y a su miopía del rumbo que toma el mundo en que se desenvuelven.
Las grandes naciones, las que han sido capaces de dar el gran salto hacia el desarrollo y superar con ello el atraso y la pobreza, han reconocido el papel de la iniciativa privada y creado el marco de facilidades para que ella crezca, con lo cual han podido penetrar los mercados cada día más exigentes, ampliando así las expectativas de sus habitantes. La imagen de un país no se fundamenta en los liderazgos políticos, a fin de cuenta temporales, sino en el prestigio de sus marcas que se imponen en el exterior. El país que debemos promover es el que se encuentra detrás de nuestras grandes empresas y acciones, en el deporte, como en el arte y la literatura.
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