De las muchas tareas que los dominicanos deberíamos tener en agenda, las más importantes se relacionan con la necesidad de establecer normas lo suficientemente claras en el campo de los derechos ciudadanos. Nos esperan pues grandes batallas de opinión pública.
Sin ánimo de exageración, no me cabe duda alguna de que del éxito de esas luchas dependerá el futuro de las libertades. Si queremos vivir en paz y sin miedo a los excesos de la autoridad estatal, debemos construir una corriente de opinión capaz de derribar la intolerancia propia de los poderes públicos. Los gobiernos no pueden continuar actuando a espaldas de las realidades nacionales ni del interés de la población. En una democracia real, los gobernantes responden a las demandas del público. En nuestra peculiar forma de entenderla, los ciudadanos estamos subordinados al capricho de quienes ejercen funciones públicas, sea por mandato popular o por designación administrativa.
El poder discrecional de los funcionarios es demasiado abarcador. No está sujeto a límites racionales de orden moral o legal, y en el caso de estos últimos no existen sanciones disciplinarias capaces de poner control a los frecuentes desmanes al uso de sus poderes o recursos públicos. Todo eso deberá ser modificado si queremos vivir en un estado pleno de derecho y preservar las libertades ciudadanas obtenidas a costa de muchos sacrificios y arduas luchas.
La fuerza de la opinión pública ha quedado demostrada en nuestro país en los últimos años, a consecuencia de importantes victorias sobre la autoridad gubernamental. Y se ha manifestado por igual en procesos electorales, cuando la indignación ha empujado a un voto mayoritario de repulsa a una u otra candidatura.
Quizá ningún otro ejemplo ilustre la trascendencia de una fuerte corriente de opinión, como la victoria del 4% por ciento para el sector educativo.
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