La columna de Miguel Guerrero
El tema de la deuda externa dominó el debate internacional en las últimas dos décadas del siglo pasado y aún continúa acaparando el interés del Tercer Mundo, lo cual se entiende por la forma en que esos compromisos gravitan sobre la suerte de sus economías. Sin embargo, los conflictos derivados de ese hecho han relegado a un plano secundario la discusión de asuntos todavía de mayor relevancia y repercusión, como son el desempleo y la pobreza, íntimamente relacionados.
Es innegable que la deuda externa contribuye a acentuar la gravedad de éstos problemas básicos por vía de la disminución de las capacidades nacionales para acometer con posibilidades de éxito programas dirigidos a resolverlos. Pero no es menos cierto que el efecto social-político inmediato derivado de una alta tasa de desocupación y una pobreza extrema, que abarca cada día a un núcleo mayor de población, es tan preocupante y devastador como cualquier consecuencia nacida de compromisos internacionales no honrados.
Por su monto global, en la práctica la deuda es impagable. Esta observación está muy lejos de parecerse a una sugerencia de moratoria. Los países en desarrollo requieren de recursos frescos para emprender programas de crecimiento económico y encarar el desafío del desarrollo, lo que hace necesario cumplir religiosamente con ese compromiso. Pero bien podría buscarse una fórmula basada en una reducción de las tasas abusivas de interés y que los países endeudados amorticen más capital con el pago de cada factura a la banca internacional y a los gobiernos acreedores.
Hay, de todas maneras, infinidad de medios para encarar el problema de la deuda, lo que no parece igual en los casos del desempleo y la pobreza, que penden onerosamente sobre la estabilidad política y social de la mayor parte de las naciones del hemisferio y este país es un tétrico ejemplo de esto último.
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