Los hombres en República Dominicana están siendo víctimas de una epidemia de violencia a manos de sus parejas. Cada día, los titulares narran historias de hombres asesinados, golpeados y maltratados por pareja o expareja. Los cuerpos de estos hombres aparecen en sus hogares, a menudo en presencia de sus hijos e hijas, como un recordatorio de la vulnerabilidad masculina ante la violencia de género.
Mientras tanto, cada noche, los medios y las políticas públicas discuten los avances para proteger el mercado, pero nadie, absolutamente nadie, habla de la cruda realidad de estos hombres que ahora viven con miedo. ¿Qué pasaría si estas fueran nuestras preocupaciones diarias? ¿Si cada nueva estadística desgarradora revelara las vulnerabilidades de los hombres expuestos a la violencia de las mujeres y no de las mujeres?
Es impactante al abrir el periódico y leer que, en lo que va del año, se han registrado 34 hombres asesinados por sus parejas o exparejas. Los titulares destacarían frases como «En riesgo los hombres dominicanos: 34 muertos en solo ocho meses». Los analistas discutirían que esto no es solo un problema de la masculinidad en crisis, sino que tiene que ver con la construcción cultural de lo que implica ser un hombre: sumiso, vulnerable, temeroso. ¿En qué se están equivocando los hombres?
Este escenario ficticio revela mucho más de nuestra sociedad que la simple inversión de roles. Nos recuerda que la violencia no es un accidente: «el poder no es una posesión, sino una relación, y la violencia es una herramienta para afirmarlo» (R. Segato). En este caso, sería como si una fuerza desconocida intentara recordarle al hombre dominicano su lugar en un «orden natural». ¿Aceptaríamos esta injusticia si los roles se invierten?
Si el peso de la violencia recayera sobre los hombres, ¿aceptaríamos la justificación de que «ellos se lo buscaron»? Las estructuras que mantenemos —y en las que a menudo nos refugiamos— se ven cuestionadas cuando alteramos la balanza. Porque, en el fondo, este no es un problema de “los hombres” o “las mujeres”; es un problema de poder. La violencia es un acto de dominación, y los papeles de género solo son la máscara; del poder se trata siempre.
¿Hasta qué punto aceptamos las cifras de feminicidio y de violencia contra las mujeres como una realidad inevitable, mientras seguimos viendo la violencia masculina como algo excepcional, casi inimaginable? Parafrasenado a R. Segato, el poder se afirma no solo a través de la violencia física, sino mediante la normalización del sufrimiento de una mitad de la humanidad. Y las autoridades continúan mirando hacia otro lado.
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