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Entre el manicomio y el cementerio

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Pocos temas son tan controversiales en el mundo de hoy como el de la migración. Lo vemos cada día en Europa occidental, con el influjo descontrolado de inmigrantes africanos, lo cual está dislocando la vida de muchas comunidades en varios de esos países y sirviendo de base para “legitimar” discursos extremistas en contra de la inmigración ilegal en una Europa que hasta hace poco se vanagloriaba con arrogancia moral frente a otras sociedades –la estadounidense especialmente- por su apertura, tolerancia y respeto a los derechos humanos. Lo vemos también en Estados Unidos, donde el hasta ahora puntero entre los pre-candidatos republicanos, el magnate Donald Trump, promete expulsar a millones de inmigrantes indocumentados y terminar de construir un muro y pasarle la cuenta al gobierno de México. Y si bien esto suena fuera de tono y prácticamente inviable, el gobierno de Obama ha deportado mucho más personas y a un ritmo mucho más acelerado que cualquier otra administración bajo el alegato de que tal vez algún día se pueda llevar a cabo una reforma migratoria que le dé cabida legal a los más de once millones de indocumentados en Estados Unidos.

Construir consenso sobre políticas públicas en torno a esta problemática es uno de los desafíos más complejos en las sociedades que experimentan este fenómeno, entre las que se encuentra República Dominicana. En nuestro caso se agrega, tal vez con más intensidad que en otros países, la cuestión de la nacionalidad como un factor gravitante sobre el tema de la migración en el contexto de una historia política y legal en la que las cosas no estuvieron del todo definidas, mientras que en la otra parte –la haitiana- lo único que se ve a través de los años es el caos, la crisis multidimensional, la ingobernabilidad y la ausencia de un Estado que provea servicios básicos, entre ellos dotar a su población de la documentación que los acredite como seres pertenecientes a una determinada comunidad política.

La razón de esta casi intratabilidad e imposibilidad del consenso es que la problemática, por envolver a seres humanos extremadamente vulnerables, da lugar a dos tipos de discursos que no dejan margen para el diálogo y la transacción: en un extremo están aquellos que se auto-validan en función de su “corrección” política y moral con un discurso sobre los derechos humanos con tono y pose redentorista, por lo que no dan tregua aun frente a esfuerzos serios de búsqueda de soluciones, como ha sido el caso dominicano en tiempos recientes. Y en el otro extremo están aquellos que, fundamentándose en una defensa de la “nación amenazada” y  exacerbando los naturales temores de las personas ante extraños que ocupan su hábitat y sus espacios laborales, adoptan posiciones igualmente intransigentes, aun frente a realidades que demandan dosis de pragmatismo y sensatez.

Estos extremos se pueden ilustrar con ejemplos concretos. Unos quieren que el país absorba a todos los inmigrantes ilegales que se encuentren en el territorio nacional, algo inaceptable por supuesto; mientras los otros quieren que todos sean expulsados, algo obviamente inviable. Unos se oponen a la Ley 169-14 porque no es suficientemente garantista de los derechos de nacionalidad de los descendientes de extranjeros nacidos en el país; mientras los otros la rechazan precisamente por lo contrario, es decir, por no ser suficientemente fuerte en la defensa de la nacionalidad dominicana. Unos entienden que el gobierno dominicano no ha hecho nada para reconocerle derechos a los inmigrantes y sus descendientes, más bien lo critican por haber empeorado las cosas; mientras los otros critican al gobierno por haber cedido demasiado y reconocer más derechos de la cuenta. Unos critican a las autoridades nacionales por no respetar sus compromisos internacionales, mientras los otros las critican por ser muy sumisas a la presión internacional. Es como si estuviéramos entre el manicomio y el cementerio.

En contextos de tanta polarización resulta sumamente difícil definir y ejecutar políticas que se coloquen en un punto medio, con sentido de equilibrio, de justeza y de lo que es políticamente viable. Total, ninguna de las posiciones extremas en una problemática como esta tiene posibilidad de llevarse a la práctica. La más liberal encuentra fuerte oposición en amplios segmentos de la población que con razón se resienten ante la avalancha de inmigrantes que alteran el mercado laboral e impactan sus comunidades y formas de vida; y de su parte, la posición más conservadora choca con la dura realidad de que sencillamente no es posible repatriar a decenas de miles de personas y limpiar el panorama de inmigrantes como arte de magia. Muchos intereses entran en juego, algunos legítimos y otros no, por lo que, aunque exista la voluntad política de implementar una política tan draconiana como esa no sería posible llevarla a cabo, al menos en toda su radicalidad.

Ante dilemas complejos de este tipo el gran Max Weber recomendaba guiarse por la “ética de la responsabilidad”, es decir, aquella que ordena tomar en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción, la cual es contraria a la “ética de la convicción” que solo procura validar la justeza, la corrección y la superioridad moral de quien toma la decisión. La ley 169-14 estuvo guiada por esa ética weberiana, en el entendido de que “la solución liberal” –desconocer la sentencia 168 del Tribunal Constitucional y otorgar la nacionalidad a todo aquel que probase haber nacido en el país- hubiera creado una crisis política de consecuencias imprevisibles, pero también en el entendido de que “la solución conservadora” –dejar intacta la decisión de anular la documentación que por décadas otorgó el propio Estado reconociendo la nacionalidad dominicana a un número significativo de personas – no solo era injusta para las personas afectadas, sino que a la postre terminaría siendo contraproducente al propósito de defender los atributos del Estado dominicano en materia de migración y nacionalidad. Dilemas como estos, en los que no hay soluciones simples e inequívocas, seguirán presentándose en el tortuoso camino de lidiar con la cada vez más compleja inmigración haitiana.

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