La sentencia TC/0185/22 ha profundizado la fisura desde la que resopla angustiadamente el Banco de Reservas. Interpretando de forma declarativa el art. 2 de la Ley núm. 6133, del 17 de diciembre de 1962, el Tribunal Constitucional lo consideró “una entidad autónoma del Estado”, irradiando de fuerza vinculante lo que como tono de un instrumento desafinado establecía el indicado precepto. Columpiándonos en nuestra legislación y la doctrina comparada, demostraremos que la fisonomía de dicho banco múltiple entra en colisión dramática con la tipología que el colegiado especializado de justicia constitucional le retuvo.
Sabemos que la estructura y funcionalidad del Estado dominicano es compleja, pues los diferentes estadios de su relación con la sociedad, fundamentales en la evolución del derecho administrativo, han sido un tanto accidentados. De ahí que la actividad interpretativa de una fórmula declamatoria de hace más de seis décadas desaconsejase el método literal o prima facie, y abogase, en cambio, por su reconstrucción mediante la reflexión de enunciados normativos dispersos en variadas fuentes. De entrada, convendría aclarar que la Carta Sustantiva vigente al momento de que dicha legislación fuese promulgada era la que el Consejo de Estado, en funciones de Asamblea Nacional, había proclamado el 16 de septiembre de aquel lejano año, la cual nada preveía –como tampoco las revisiones que le precedieron- respecto del tejido de la Administración Pública.
El régimen legal de entonces era igualmente mudo en cuanto a la descentralización administrativa, por lo que era muy poco lo que nuestros legisladores sabían sobre estos instrumentos de delegación de la autoridad pública cuando aprobaron la mal bautizada “Ley Orgánica del Banco de Reservas”, variedad que no reconoció nuestro cuerpo constitucional sino medio siglo después. Pero sea como fuere, lo cierto es que la correlación entre Estado y sociedad empezó a esquematizarse entre nosotros en los albores de esta centuria, aunque fue la Carta Sustantiva del 2010 la que saldó el déficit. Con muy buen criterio, su art. 141 ofrece la siguiente definición:
“La ley creará organismos autónomos y descentralizados en el Estado, provistos de personalidad jurídica, con autonomía administrativa, financiera y técnica. Estos organismos estarán adscritos al sector de la administración compatible con su actividad, bajo la vigilancia de la ministra o ministro titular del sector…”.
Más tarde, sus rasgos básicos fueron netamente perfilados por la Ley núm. 247-12, cuyo art. 51 formuló los requisitos de configuración, en tanto que el art. 52 recalcó la adscripción:
“Todo ente descentralizado funcionalmente estará adscrito al ministerio que sea rector del sector de políticas públicas afines a su misión y competencias. El órgano de adscripción ejercerá el respectivo control de tutela sobre los entes públicos descentralizados que le estén adscritos, con el propósito de garantizar la coherencia política de la acción de gobierno, bajo el principio de unidad de la Administración Pública”.
Como se aprecia, los organismos autónomos se crean para la gestión de servicios públicos concretos del ministerio que tiene, en el mismo sector material, implicadas las competencias. De ahí su descentralización funcional que, como bien lo establece el art. 41 de la Ley núm. 247-12, reside en “… la transferencia de competencias a personas jurídicas de derecho público, organizadas en forma de organismos autónomos y descentralizados del Estado, dotados de patrimonio propio, autonomía administrativa, financiera y técnica…”.
La descentralización, por consiguiente, implica el endoso de la titularidad de parte del conjunto de facultades y responsabilidades asignadas al órgano de adscripción, atributo medular en el que la doctrina está plenamente de acuerdo. Para empezar, cedámosle la palabra al profesor José A. Gracía Trevijano: “La descentralización es un principio de organización consistente en transferir competencias decisorias de la Administración estatal a las demás personas jurídico-públicas”. Nada distinto opina la argentina Miriam Mabel Ivanega:
“… [La descentralización] es desprendimiento de una actividad del Estado, que deja de ser ejercida por la administración central y pasa a ser atendida por una entidad separada que se constituye con ley, autoridades, poderes y responsabilidades propias”.
De manera, pues, que la naturaleza de esta o cualquier otra persona de derecho público no resulta de la que el legislador se antoje de imputarle, sino la que le corresponda en mérito de su fórmula de personificación. Siendo así, nos preguntamos si el Banco de Reservas es, como establecía el rescoldo agonizante de la Ley núm. 6133, un organismo autónomo. De inclinarnos por la afirmativa, tendríamos no solo que convenir en que dicha entidad financiera ejerce actividades propias de la administración, sino también en que las mismas estuvieron incluidas en el repertorio competencial de la otrora Secretaría de Estado de Finanzas.
Este último rasgo es resaltado por José Esteve Pardo, referencia obligada del derecho administrativo español, quien señala que las entidades autónomas realizan “[f]unciones administrativas, materialmente similares a las de la Administración matriz, pero especializadas en un sector concreto”. Y en lo tocante a la adscripción, afirma que “[e]s una muestra más de la relación de instrumentalidad y dependencia respecto a la Administración matriz”.
Resulta, sin embargo, que el Banco de Reservas nunca ha desplegado actividades que formasen parte del elenco del hoy Ministerio de Hacienda. Desde su origen, su atmósfera competencial ha sido propia, amén de que ni entonces ni después ha ostentado una posición de poder que se proyecte sobre el núcleo público o la coloque dentro del organigrama de la Administración Pública. Los autores de este artículo no desconocen que la Ley núm. 494-06, que organiza al Ministerio de Hacienda, comprende en su art. 6 al Banco de Reservas entre sus “instituciones descentralizadas y autónomas”.
Ahora bien, como ya expresamos, su tipología no es la que consigne este o aquel instrumento legal, sino la que resulte de sus rasgos generales, o mejor, de su genuina posición entre Estado y sociedad. Pero vayamos más lejos, porque sería torpe perder de vista que tanto la Ley núm. 6133 como la Ley núm. 494-06, son no solo anteriores a la Ley núm. 247-12, sino también preconstitucionales, textos con los que los enunciados de los dos primeros deben columpiarse.
Riccardo Guastini, desde la óptica de la sucesión de normas en el tiempo y la incompatibilidad que plantea la diferencia de los niveles de jerarquía de las fuentes, abre esta interrogante: “¿Debe el conflicto ser resuelto mediante el principio cronológico y las viejas leyes deben considerarse derogadas o, en cambio, mediante el principio jerárquico y las viejas leyes deben ser declaradas inconstitucionales? Y con la fecundidad de su preclaro talento, responde: “[a]mbos principios involucrados, lex posterior y lex superior, son aplicables y es, por tanto, indiferente que los jueces comunes decidan aplicar uno u otro”.
Cualquiera que sea el principio elegido para solucionar la antinomia, perfora el canal centelleante: ante su común contrariedad con la Constitución, ni la Ley núm. 494-06 ni la vetusta Ley núm. 6133 prevalecen, en tanto que por aplicación del principio cronológico, intrínseco de todo ordenamiento jurídico dinámico, la una y la otra resultaron desplazadas por la Ley núm. 247-12. Consecuentemente, sus asertos sobre el Banco de Reservas son marcadamente insuficientes para considerarlo como un organismo autónomo.
Como fuego crepitante que llamea y arde, se levanta otra interrogante: ¿es genuinamente el Ministerio de Hacienda la administración matriz del banco estatal? En lo absoluto, porque además de que no fue originalmente creado como un ente instrumental de las competencias de ese ministerio, no mantiene con el mismo relación interactiva o “de control de tutela”, requisito que nuestra Carta Magna y, de forma reiterada, la Ley núm. 247-12, reclaman como requisito de configuración del organismo autónomo.
Titilando por todas partes como luciérnagas, pudiésemos afirmar que el régimen de fiscalización que consagraba la brasa agonizante de la Ley núm. 6133 en sus arts. 33 y 34, en virtud del cual debía redactarse “una memoria anual para el Poder Ejecutivo que será entregada al Secretario de Estado de Finanzas… [y] el resumen de su balance general…”, fue implícitamente derogado por la Ley núm. 183-02. En efecto, su art. 19 le transfirió a la Superintendencia de Bancos, órgano integrante de la triada de la Administración Monetaria y Financiera que completan la Junta Monetaria y el Banco Central, la supervisión “de las entidades de intermediación financiera, con el objeto de verificar el cumplimiento por parte de dichas entidades de lo dispuesto en esta Ley, Reglamentos, Instructivos y Circulares”.
Por igual, el literal b) de su art. 2 confirma la derogación táctica de que fue parcialmente objeto la Ley núm. 6133: “[l]a regulación del sistema financiero tendrá por objeto velar por el cumplimiento de las condiciones de liquidez, solvencia y gestión que deben cumplir en todo momento las entidades de intermediación financiera de conformidad con lo establecido en esta Ley, para procurar el normal funcionamiento del sistema en un entorno de competitividad, eficiencia y libre mercado”.
Tan incompatible es la forma de personificación del Banco de Reservas con la de un organismo autónomo, que como banco múltiple que es no realiza sino las operaciones de intermediación financiera que el art. 40 de la citada Ley núm. 183-02 permite: recibir depósitos, emitir títulos de valores, conceder préstamos, adquirir y enajenar efectos de comercio, emitir tarjetas de crédito y de débito, en fin, un largo etcétera de servicios que no aciertan a correlacionarse con potestad pública alguna ni, tanto menos, con ninguna de las reservadas al Ministerio de Hacienda en el art. 3 de la Ley núm. 494-06.
A decir verdad, las actividades del Banco de Reservas corren en línea paralela con todas y cada una de las facultades del Ministerio de Hacienda, lo que contraría cualquier postulado teórico encaminado a tildar estas disquisiciones como representativas del fenómeno de la huida del derecho administrativo. Bastaría recordar que como sujeto en el tráfico jurídico privado que no ejerce funciones administrativas ni de autoridad, el Banco de Reservas no puede exigir el pago de sus créditos por la vía de apremio compulsivo que la Ley núm. 4453 le permite al Estado y a sus organismos autónomos.
Que junto a su personería jurídica reúna las características de que haya sido creado por ley y que su capital pertenezca íntegramente al Estado, no asimila su régimen al de los organismos descentralizados. En nuestra opinión, el suyo es homologable al de las entidades privadas de intermediación financiera, por lo que su fórmula de personificación es la de una sociedad mercantil estatal. De hecho, ni siquiera desde esa posición de accionista exclusivo, el Estado ejerce poderes de dirección sobre el Banco de Reservas, cuya autoridad la concentra su Consejo de Directores, órgano al que le compete, entre otras cosas, determinar los préstamos e inversiones que haga y nombrar al administrador general, tal como dispone el art. 18 de la Ley núm. 6133.
Por otra parte, el Banco de Reservas no está bajo la tutela del Ministerio de Hacienda ni de ningún otro, condición imperiosa para que pueda ser etiquetado como entidad autónoma. Se podría alegar que el gobernador del Banco Central y el ministro de Hacienda forman parte del referido consejo, que 3 de los restantes 6 miembros son designados por el presidente de la República, y que los otros 3 son escogidos por la Junta Monetaria, órgano superior del Banco Central cuyos integrantes son, a su vez, nombrados por el mismo jefe de Gobierno de conformidad con el art. 226 de nuestro texto supremo.
Ese inequívoco nexo, sin embargo, no equivale a una adscripción funcional, ni supone que la política financiera o el desempeño del Banco de Reservas es definido por ningún ente público, debiendo recordarse aquí que se trata de un derecho que el art. 53.1 de la Ley núm. 247-12 le reconoce a nada menos que los órganos de adscripción. Insistimos en que la naturaleza del banco estatal, por hermenéutica estricta, es la de una sociedad mercantil de derecho público, y el hecho de que no se haya constituido con arreglo al Código de Comercio o la Ley núm. 479-08, no lo despoja de esa forma de personificación. Para valernos de dos ejemplos, sucede lo mismo con la Empresa Generadora Hidroeléctrica Dominicana (EGHID) y la Empresa de Transmisión Eléctrica Dominicana (ETED), creadas respectivamente en virtud de los decretos números 628-07 y 629-07 por mandato del art. 138.1 de la Ley núm. 125-01.
Otro dato interesante que milita a favor de la posición sustentada por quienes suscriben este artículo, es que el art. 4 de la Ley núm. 6133 disponía que “La propiedad del Estado sobre el Banco se debe hacer constar por medio de certificados o títulos de acciones, los cuales mantendrá en custodia el Secretario de Estado de Finanzas”, precepto que fue reformado sucesivamente por las leyes números 281, de 1975, y 99-01, del 2001, texto este último que trasladó la custodia al Tesorero Nacional. El párrafo I de la Ley núm. 1-22, de este mismo año, le introdujo a dicho art. 4 dos leves modificaciones: eliminó el término “títulos”, reteniendo únicamente el de “certificados de acciones”, y pasó su custodia del titular del órgano al órgano mismo: la Tesorería Nacional.
Si el acervo accionario del Banco de Reservas ha sido siempre asentado en certificados, es más que evidente que nunca fue un organismo autónomo. Incluso, la Ley núm. 1-22 le adicionó al art. 4 un enunciado que fulmina cualquier duda latente: “El aumento del capital… deberá ser depositado por ante el Registro Mercantil”, sistema este que según el art. 1 de la Ley núm. 3-02 está conformado, entre otras cosas, por la matrícula, libros, “actos y documentos relacionados con las actividades industriales, comerciales y de servicios”.
El Banco de Reservas debió recobrar su verdadero perfil, pero el Tribunal Constitucional, lejos de corregir la equivocidad de la Ley núm. 6133, abrazó el método literal que ya nadie comparte para reafirmarle el marbete. Eludió así la problematización que el tiempo discurrido desde la promulgación de ese rancio texto ha dejado a sus espaldas. Otra fuese la suerte si hubiese optado por la interpretación sistemática, ya que no ejerciendo en nombre del Estado ninguna función de autoridad, estando desagregada estructuralmente del Ministerio de Hacienda, y siendo su régimen de gestión el de una sociedad mercantil, esa entidad estatal debe estar ajena a las intervenciones del derecho administrativo y ser tratada con la paridad que el art. 221 constitucional ordena, aspecto que tampoco fue abordado con rigor lógico en la TC/0185/22. Pero ese y otros asuntos merecerán nuestra atención en una próxima entrega.
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