El puñetazo que se atribuye haber dado sobre la mesa al presidente Danilo Medina durante el último consejo de gobierno, como señalamiento a los funcionarios públicos de que no se tolerarán actos contrarios a la debida transparencia, es una advertencia que ojalá actúe como disuasivo a quienes se sientan tentados a utilizar en su provecho los fondos del erario.
En un sentido amplio, esa transparencia no sólo tiene que ver con un manejo prudente y escrupuloso de los recursos públicos, sino en cuanto a la conducta individual y colectiva de esos servidores, que tienen que comenzar a dar ejemplo de credibilidad cumpliendo con sus obligaciones de presentar declaraciones juradas de bienes, ajustadas a la realidad de sus respectivas estructuras patrimoniales.
En otras naciones la prevaricación no sólo está tipificada por la distracción de fondos estatales, sino por la violación deliberada y sistemática de procedimientos que son fundamentales para un manejo serio de todo lo relacionado al bien común, que debe ser motivo de cuidadosa vigilancia de parte de los encargados de diferencias dependencias de la administración pública.
La corrupción debería ser un tema de permanente interés y objeto de debates con profundidad y no sólo a nivel teórico o coyuntural, sino con un genuino interés de buscar fórmulas y mecanismos para prevenir “indelicadezas”, como eufemísticamente algunos políticos llaman a estas bochornosas acciones en perjuicio del llamado interés general.
En otras palabras, que un debate llevado con la debida seriedad no puede reducirse a establecer, sobre bases que serían siempre sujetas a dudas y contradicciones, qué partido o dirigente de la clase gobernante o política del país es más honrado o corrupto.
Independientemente de lo que quiera plantearse desde el gobierno, la oposición o la sociedad civil, la gente tiene su propia percepción sobre la magnitud de la corrupción administrativa y en no pocas ocasiones ha sufrido en carne propia sus indeseables consecuencias.
Ahora la pregunta relevante es la siguiente: ¿tiene la ciudadanía suficiente conciencia crítica y responsabilidad cívica para reflejar la condena a la corrupción mediante el derecho que tiene a ejercer el sufragio cada cuatro años? ¿Cumplen los legisladores y otros estamentos del Estado con su sagrada visión de vigilancia y contrapeso para prevenir excesos e irregularidades administrativas?
¿Puede prevenirse eficazmente la corrupción mientras, en la búsqueda del poder a como dé lugar, la clase política se nutre del transfuguismo, el clientelismo y la compra de conciencias, a la vez que se invierten sumas millonarias para promover candidatos y la justicia se tambalea en su credibilidad?
Mientras no erradiquemos la corrupción en todas sus modalidades, ese cáncer hará metástasis e impedirá reducir de verdad la pobreza y la desigualdad social, porque el caudal de recursos que desvía a arcas particulares es dinero que se deja de invertir en provecho de la colectividad.