Al sustituir la iniciativa privada en áreas de su actividad natural, los gobiernos se han revelado incapaces para hacerlo con eficacia, mientras limita su movilidad para actuar en los campos donde su intervención se hace indispensable, como la salud y educación pública, el transporte y el medio ambiente entre otros. Esto contribuye a profundizar las diferencias sociales, retrasando todo esfuerzo para hacer más equitativo el acceso a las fuentes nacionales de riqueza.
Estaríamos definitivamente mejor si políticos y burócratas aceptaran las grandes limitaciones del Estado. Estaríamos exentos de los frecuentes experimentos estatales que tanto daño han hecho a la economía en los últimos años. En América Latina los gobiernos no han podido atender sus deberes elementales de dotar a la población de hospitales decentes, escuelas higiénicas y funcionales, carreteras transitables, transporte adecuado, medicinas baratas para los pobres, energía para toda la población y agua a las ciudades.
Los nuestros han sido una confirmación de este hecho. Han incursionado en terrenos que, por naturaleza y lógica, debería estarles vedados. Lo sensato es que la actividad individual permanezca libre de toda competencia gubernamental. Y que los estados dedicaran los recursos y esfuerzos en mejorar los servicios enmarcados dentro de sus radios de acción naturales. Los hospitales tendrían así sábanas limpias, medicinas y equipos más o menos adecuados. Los autobuses funcionarían mejor. Las calles lucirían limpias y sin baches; de los grifos de las viviendas brotaría el agua; los padres de clase media podrían enviar a sus hijos a las escuelas públicas y los enfermos tendrían la oportunidad de curarse en los centros hospitalarios del Estado. Ese milagro de la eficiencia estatal reduciría el costo de la vida, reviviendo esperanzas ya marchitas por años de frustración.