Un canal para desviar ilegalmente aguas del río Dajabón del lado haitiano y el incremento de crímenes imputados a inmigrantes ilegales de Haití han provocado una crisis de envergadura que motivó el cierre de la frontera e interrupción del comercio binacional en medio de movilizaciones militares sin precedentes desde 1963.
La exacerbada opinión pública centra su atención en aspectos evidentes e inmediatos, como los temores de escalamiento del conflicto, efectos en la economía de cada país, declaraciones de ambos gobiernos, reacciones de políticos de oposición y maquinaciones de patrioteros de ambos lados.
Sin embargo, hay otro fondo del conflicto entre la República Dominicana y Haití, condenados a compartir una misma isla en que sus pueblos han forjado para sí destinos harto distintos desde los albores de sus respectivas historias, que al fin y al cabo se trata de narrativas inseparables y paralelas, líneas una al lado de otra, llamadas a no unirse nunca.
La cuestión es el incesante aumento de la población de inmigrantes haitianos, en su vasta mayoría ilegales indocumentados, cuya presencia es justificada como un mal necesario por la mano de obra que aportan, pero que representan un peligro mayor que todo el escarceo por el canal del río Dajabón o incidentes anecdóticos de asesinatos o robo de ganado.
Ese peligro consiste en que los haitianos residentes en la República Dominicana lleguen a constituir una minoría ciudadana importante con derecho a influir en las políticas públicas, votar en las elecciones o contrariar el interés dominicano en sus posiciones ante Haití.
Motivos
Los conflictos internos por cuestiones étnicas no son sólo por motivos raciales, que en el caso dominico-haitiano es difícil de invocar pues ambos pueblos están constituidos por mezclas raciales, distintas pero parecidas, de europeos y negros africanos.
La matanza de todos los blancos ordenada por Dessalines en 1804, que incluyó decenas de miles de colonos y también mulatos de piel clara, dejó al pueblo haitiano con una constitución racial distinta al crisol dominicano.
Según la ONU, los conflictos raciales internos que pueden conducir a guerras civiles, como la de Estados Unidos de 1863 entre blancos y esclavos, suelen tener origen en discrepancias políticas, sociales, económicas, territoriales, culturales o religiosas, pero sólo se consideran étnicos cuando uno o más de los grupos beligerantes combate para reclamar sus derechos dentro de su país.
Los conflictos étnicos constituyen una de las principales amenazas a la paz y la seguridad interna e internacional. En el siglo XXI, son harto conocidos los casos de los Balcanes, Chechenia, Darfur, India, Indonesia, Irak, Israel y Palestina, Rwanda y Somalia.
Entre las chispas detonantes están el declive económico, los estados fallidos, desastres medioambientales, flujos de refugiados o inmigrantes ilegales y el control del territorio por grupos beligerantes como contrabandistas, narcotraficantes, mineros piratas o colonizadores ilegales.
Haití es un Estado notoriamente fallido incapaz de gobernarse, en incesante involución y sin autoridades legítimas, que tira al mundo un chorro de emigrantes que huyen de la pobreza, la violencia, la falta de esperanza, pero que tristemente ningún país desea recibir por múltiples razones. Estados Unidos, que presiona a la República Dominicana para que no repatrie a los haitianos ilegales o acepte campamentos de refugiados, es el país que más haitianos expulsa.
Diferencias
Mientras las presiones internacionales alegan abusos de derechos humanos, que son infinitamente peores en su país de origen, o irresponsablemente nos imputan un inexistente esclavismo, para presionar a que aceptemos más inmigrantes haitianos, la realidad es que a Haití y la República Dominicana los separa un insondable abismo sociopolítico, económico y cultural.
Del lado oeste de la frontera no hay gobierno ni democracia; su PIB en 2022 era de US$19 mil millones y ha seguido bajando; sus principales productos de exportación son cocaína suramericana y su propia gente. El magnicidio de Jovenel Moïse en 2021 por sicarios colombianos sigue impune.
Del lado dominicano disfrutamos de una democracia de más de seis décadas, hay estabilidad y crecimiento económico, el PIB en 2022 de US$108 mil millones fue más de cinco veces el de Haití pese a tener igual población. Hace setenta años su PIB era mayor que el nuestro.
A muchos extranjeros les sorprende enterarse de que hablamos lenguas distintas, tenemos la religión católica o protestante mientras ellos su vudú y un sincretismo cristiano, poseemos costumbres e ideas dispares acerca de cómo procrear o formar familia, tratamos al medio ambiente de formas drásticamente diferentes.
Urgencia
El aparente motivo de la crisis actual es el canal ilegal del río Dajabón, de cuyos 55 kilómetros sólo poco más de seis fluyen por territorio haitiano, pues nace en Loma de Cabrera y desemboca en Manzanillo. Pero eso es sólo en apariencias…
La real urgencia es que la República Dominicana no puede seguir dando largas al paulatino e incesante crecimiento de la población haitiana ilegalmente residente en nuestro país.
Esa es la semilla de un conflicto que lamentaremos. No es ningún “plan de fusión” ni responde a otro designio que la decisión personal de cientos de miles de pobres haitianos en búsqueda de trabajo y paz y comida para sus familias, flujo que debe enfrentarse.
Según vengo diciendo en estos análisis semanales, la situación interna de Haití y los peligros que representa para la República Dominicana, sólo se pueden enfrentar con legalidad.
Al tomar sus recientes medidas, el presidente Abinader cumple con su obligación constitucional y pone al país en condiciones de iniciar una necesaria resolución de las muchas cananas que nos causa el mal vecino, pero sin meternos en un callejón sin salida exigiendo lo que otro no puede dar.