Frecuentemente escuchamos frases que denominan a la nuestra como una sociedad estetizada. Se habla de estetización lo mismo en una narración deportiva, una crónica política o un espectáculo de modas y del sujeto actual como sujeto estético.
¿De qué se trata esto de la estetización? Si en la raíz de tal palabra encontramos a la estesis, referida a la percepción sensible, a la belleza y también al arte. ¿Se trata de que se ha embellecido el mundo?
No exactamente. El término hace referencia al hecho de que en nuestros días las imágenes ocupan un lugar muy importante. Esto ha estado condicionado, fundamentalmente por la naturaleza mercantil de la economía y su aliada más preciada, la publicidad, junto a otro componente decisivo para entender la dinámica contemporánea que es la tecnología. Bajo este influjo, una oleada incesante de formas y colores, sonoridades y cadencias se adhieren a nuestras actividades y relaciones públicas y privadas. Tener un bebe o tomar la primera comunión resultan sucesos estetizados por un sinfín de ritos, accesorios y ceremonias que comprometen y generan a su vez nuevas necesidades. Se ha hecho posible el milagro de que tengamos nuestra propia banda sonora en la vida cotidiana y que fulgurantes objetos nos ofrezcan apetitosos placeres en todas las dimensiones posibles.
Ya no apreciamos a los objetos sólo por su utilidad. Una carga simbólica adicional les hace apetecibles y deseables más allá de su valor de uso. Ellos nos ofrecen estatus y diferenciación; gratificaciones subjetivas penden de un sello o una marca, generando sensaciones que intensifican el “sabor” de la vida. El ejercicio del gusto dejó de ser concebido solo para el tiempo libre y el esparcimiento y la búsqueda del placer se expande a otras esferas de la vida como la escuela, la iglesia, el centro laboral… Las personas se reúnen desde estas preferencias; forman grupos que comparten gustos musicales o maneras de vestir. La extroversión hace posible redes sociales espectaculares donde cada individuo escribe en imágenes su novela cotidiana.
Si no fuera por la otra cara de esta reluciente moneda, pareciera que se logró el sueño moderno de embellecer al hombre y la vida. En el anverso de ella se nos muestra la irracionalidad del desenfreno esteticista que no repara en malgastar las riquezas agotables del mundo y hace del culto al consumo un flagelo inexcusable. La tiranía de la forma, idealizada en la espigada esbeltez, se oscurece con la incapacidad vital de la anorexia; el insípido sabor del placer por el placer; el sollozo irredimible de los que no tienen acceso.
Entonces, habría que ponderar estos rasgos de nuestra época en lo que de bueno nos traen, al darle protagonismo a la sensibilidad acallada por el racionalismo; pero también, en lo que empobrecen nuestra experiencia, al hacer un culto de la apariencia y esparcir la superficialidad como valor.
Habría que observar con atención como la estetización o ese «sabor a la vida» nos descubre los resortes que movilizan al hombre de hoy, más sensible y también más vulnerable que en otras épocas .