La columna de Miguel Guerrero
La posibilidad de que el conflicto con la Barrick sea llevado a arbitraje internacional es aterradora. Las consecuencias serían catastróficas en términos económicos. Sin calcular el costo de una casi segura sentencia negativa, la defensa legal podría ser superior o igual al valor al que se aspira como ingreso anual por concepto de una justa revisión de los términos contractuales entre las partes.
Tampoco conviene a la multinacional prolongar el impasse más allá de lo razonable, lo que ya se refleja en una pérdida de valor accionario y una disminución de su imagen en la industria.
Con una inversión tan alta, estimada por la multinacional en cuatro mil millones de dólares, es mucho lo que está en juego. Sobre la mesa está también el prestigio del país en lo que se refiere al respeto de los derechos adquiridos y la seguridad jurídica, indispensables para atraer las inversiones extranjeras y alentar las nacionales, que tanto se necesitan para aumentar el ritmo de crecimiento y garantizar el bienestar colectivo.
Lo más conveniente sería un pronto arreglo, en condiciones honorables para las partes, en las que ninguna de ellas aparezca sometiendo a la otra.
Como socios que en realidad son en la explotación de esa riqueza nacional, un acuerdo provechoso y duradero tendría necesariamente que basarse en el reconocimiento de los derechos de uno y del otro, eludiendo así toda confrontación ulterior, lo que permitiría un prolongado periodo de tranquilidad que eche a un lado la inquietud y zozobra que traen los desacuerdos y las protestas.
El país necesita una inteligente explotación de sus recursos mineros. Y un merecido castigo a los responsables de un contrato que el gobierno denunció sin recordar que fue el expresidente Fernández quien lo auspició y luego el Congreso aprobó, con muchos de sus miembros sin siquiera leerlo. No culpemos sólo a la Barrick.
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