Cuando Hitler se asoma a la política -en medio de la terrible inflación que acogotaba al pueblo alemán tras la Primera Guerra Mundial, se dedicó a fomentar el miedo y a propugnar por la restauración la vieja grandeza de Alemania (“Make Alemania Great Again”), era considerado por las élites y la prensa, un simple payaso, “dandi” de “pelo engominado, maneras extravagantes y labia incontenible”, “histérico” poseído por un “ego demencial”, con una “voz gutural y estridente” y un “bigote de cepillo” que “se llenaba de saliva”.
Esa percepción de Hitler llevó a las élites políticas a pensar que podían domesticarlo y controlarlo en el poder, estrategia que, como se sabe, fracasó. Más exitosas en su colaboración con Hitler fueron aquellas empresas como BASF, Bayer, BMW, Deutsche Bank, Siemens y Volkswagen y los Musk y Bezos de la época, que se beneficiaron de su régimen y fueron claves para implementar la maquinaria genocida nazi.
Por su parte, la gran mayoría de intelectuales, como bien afirma Stefan Zweig, cuando leyeron “Mi lucha” de Hitler, “en vez de analizar el programa que contenía se burlaban de la ampulosidad de su prosa pedestre y aburrida”. Y muchos estaban confiados que Hitler no podría imponerse sobre la Constitución, los derechos y la separación de poder que los aseguraba.
Algo parecido ocurre con Donald Trump. La gran diferencia es que Trump no es un simple jefe a la Rousseau de una mayoría “resentida” que no sabe lo que quiere, sino que él mismo es un hombre resentido que, al triunfar electoralmente, pese a todos los escándalos, procesos y y condenas judiciales en su contra, como afirmaba Gregorio Marañón, siente “justificado su resentimiento” lo que “aumenta la vieja acritud” y su confesado deseo de venganza sobre sus oponentes políticos.
Trump es fascista si por fascismo entendemos aquella ideología que, mediante propaganda masiva de estrambóticas mentiras y teorías de la conspiración, promueve el odio hacia el otro, el diferente, sean pobres, mujeres, sexualmente “desviados”, opositores, miembros de minorías étnicas o religiosas, delincuentes, inmigrantes o racialmente “inferiores”, considerados malvados enemigos públicos a quienes es legítimo destruir.
Trump se aprovecha de que muchas personas quieren cometer atrocidades y, por eso, están dispuestas a creer cualquier mentira que las justifique (Dan Williams). Y las quieren cometer porque, sabiendo muy bien lo que hacen, “aun así lo hacen” (Žižek). Y lo hacen porque lo gozan y lo gozan porque otros lo sufren.
El perverso goce de muchos de los seguidores de Trump viene entonces por el placer que provoca humillar, degradar y excluir. Por eso, no quieren que desaparezcan sus enemigos porque, con su eliminación, es imposible sentir “el goce mismo que organiza la vida cotidiana del fascista” (Michael Downs) por la vía del placer de dominar a los demás, así como recibir, en el marco de la economía libidinal del fascismo y su “micropolítica del deseo”, los “salarios de la blancura y la masculinidad”, que es lo que nutre “el atractivo del espectáculo del poder fascista” (Jason Read).
En fin, Trump no ganó por la inflación sino porque hábilmente “consiguió identificar esas bajas pasiones, representarlas en su propia persona, alimentar su sed de revancha y generar la más poderosa maquinaria de creencias, bulos y sentimientos en forma de movilización electoral sin precedentes” (Antoni Gutiérrez-Rubí).