Es penoso admitirlo, pero resulta imposible ignorar la frustración que ha suscitado en el país el hecho de que el caso Odebrecht, considerado uno de los mayores escándalos de corrupción en el país, parece desvanecerse y encaminarse a un gran fiasco.
Todos los imputados por los millonarios casos de sobornos gozan de libertad y aunque el caso no se ha cerrado porque el Ministerio Público cuenta con suficiente tiempo hábil para armar el formal expediente acusatorio para un juicio de fondo, la percepción en la población es que no parece existir la voluntad efectiva de establecer sanciones penales.
Resulta insólito e inexplicable que el juez Francisco Ortega, que tanta expectativa suscitó con su primer dictamen cuando le tocó conocer conocer el caso en primera instancia, haya variado medidas de coerción, contraviniendo los argumentos y presupuestos en que se había basado inicialmente.
Como tratadista en materia del código procesal penal, ha planteado justificaciones muy bien argumentadas en el plano estrictamente jurídica, pero ante la opinión pública y el país no lucen creíbles ni atendibles.
La reciente actuación del magistrado ortega ha permitido recordar el episodio en que por su conducto la La Primera Sala de la Cámara Penal de la Corte de Apelación del Distrito Nacional confirmó en todas sus partes la libertad provisional bajo fianza con que había favorecido a los imputados en el caso PEME, otro gran escándalo de corrupción que quedó en el aire y sin culpables, a pesar del fraude cometido en perjuicio del Estado.
¿Contaremos algún día con un sistema judicial fuerte y confiable, capaz de combatir eficazmente la corrupción en todas sus formas y manifestaciones?