El 21 de marzo del año 2009 de la Era Cristiana llegué con mi familia a Roma, ciudad capital de un país conocido como Italia y que está situado en un territorio con muchas huellas de la historia del occidente en que se divide el mundo.
Dentro de Roma existe una porción de territorio de menos de un kilómetro cuadrado. Este terreno junto a su pequeña población de unos 800 habitantes goza de un status soberano con categoría de Estado reconocido por más de 184 otros estados existentes en la mundo.
Allí está el Estado de la Ciudad del Vaticano, constituido en 1929 por los Pactos de Letrán suscritos con el Estado Italiano (entonces Reino de Italia desde 1861 y desde 1946 República Italiana).
Pero lo importante a destacar es que donde reside el Estado de la Ciudad del Vaticano se encuentra el Papa, quien preside y dirige la Sede Apostólica o Santa Sede, heredera de una tradición de dos mil años, institución sujeto de derecho internacional reconocida por los Estados hace más de 1,500 años.
Antes de que existiera lo que hoy llamamos Italia, o sea el Estado italiano, ya existía la Santa Sede y el Estado Pontificio se encontraba operando en el territorio de la península italiana durante siglos y siglos.
El Estado Italiano hoy llamado República es joven: apenas tiene 160 años. Fue creado en 1861 como un compromiso unitario de los distintos pequeños y medianos reinos, condados y repúblicas que existían en la península que hoy ocupa la República italiana.
En 1870 desapareció el antiguo Estado Pontificio por un conflicto con el Reino de Italia (creado como Estado Italiano en 1861).El Estado Pontificio hasta 1870 poseía vastas extensiones de terrenos y administración de población en la península. El Estado del Papa apareció después de la desaparición del Imperio Romano, y lo creó la necesidad de administrar un territorio donde la Iglesia ejercía su magisterio con personas bajo su jurisdicción.
Pasaron los siglos, y al Estado Pontificio le fue necesario adoptar toda una organización y hasta crear su propio ejército. Así, además de autoridad religiosa y moral, el Papa pasaba a ser un jefe político que con los siglos era un símbolo de imparcialidad.
Las guerras napoleónicas de comienzos del siglo XIX y los movimientos de creación de nuevos estados nacionales en Europa influyeron en los cambios que afectaron también la península italiana en aquella época.
Los italianos decidieron unirse para enfrentar al Imperio Austríaco y conseguir su independencia, proyecto que en principio fue acogido bien en 1848 por el Papa Pio IX. No obstante, situaciones geopolíticas que podríamos tratar en otro momento desataron contradicciones contra el Papado.
Así fue como en 1870 el Sumo Pontífice Pio IX y su ejército fueron derrotados por el ejército italiano, y el Papa se declaró “prisionero” dentro del Vaticano a pesar de que mucho antes de 1870 el parlamento del Reino de Italia había promulgado unas “leyes de garantía” que preservaban muchos de los derechos que habían tenido el Sumo Pontífice y el Estado Pontificio.
El Concilio Vaticano I tuvo que ser suspendido y hubo que esperar 92 años para su continuación como Concilio Vaticano II en 1962, cuando la Iglesia inició su apertura a los llamados tiempos modernos.
La situación conflictiva iniciada en el siglo XIX entre el nuevo Estado Italiano y el Papa se mantuvo hasta la muerte de Pío IX en 1878, se fue diluyendo con León XIII y Pío X, y ya con Benedicto XV los católicos italianos empezaron a participar e influir nuevamente en los asuntos públicos italianos, si bien es el Papa Pío XI (Achile Ratti), quien en 1929 autoriza a su Cardenal Secretario de Estado Pietro Gasparri a firmar los Pactos Lateranenes con el primer ministro italiano Benito Mussolini.
Lo que sucedía y sucedió en Italia indudablemente que influyó en la Iglesia organizada en otras partes del mundo.
Los pactos firmados en el Palacio Laterano, al lado de la Basílica San Juan del Laterano (sede del Obispo de Roma, el Papa ó cabeza de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana), eran tres: Uno por la creación del Estado de la Ciudad del Vaticano, otro como un Concordato entre la Iglesia en Italia y el Estado Italiano, y un tercero como una convención financiera dando a la Santa Sede una compensación económica por los bienes que le confiscó el nuevo Estado Italiano en 1870.
La Santa Sede también retuvo propiedades territoriales en varios lugares de Italia, e incluso con estatus de soberanía estatal en Roma y Castelgandolfo.
Como indicamos antes, cuando se produjo la ruptura en 1870 con el Estado italiano la Santa Sede celebraba el Concilio Vaticano I, que quedó interrumpido hasta 1962 cuando San Juan XXIII dio inicio a los trabajos del Concilio Vaticano II concluido en 1965 con las enseñanzas de la Iglesia ante el mundo moderno.
Llegué a Roma en la primavera del 2009, cuando ya habían transcurrido 44 años desde el 1965, cuando San Pablo VI presidió la clausura del Concilio, y entonces Su Santidad Benedicto XVI estaba ya desde el 2005 al frente de la Cátedra de San Pedro.
En agosto de 1978 había fallecido Pablo VI, y su sucesor Juan Pablo I apenas estuvo 33 días encabezando la Iglesia de Roma.
A ellos les siguió San Juan Pablo II, Karol Wojtyla, primer papa polaco, y no italiano en cinco siglos. El Papa Wojtyla gobernó 27 años, el pontificado más extenso después de San Pedro, Pío IX y León XIII.
El 13 de marzo del 2013, cuando el Cónclave de los Cardenales elige por primera vez un Papa de origen latinoamericano, yo ya llevaba cuatro años en Roma. El 3 de abril del 2009 presenté las cartas credenciales a Su Santidad Benedicto XVI, Sumo Pontífice de la Santa Sede y soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano.
El viernes 22 de marzo del 2013 el Cuerpo Diplomático Acreditado ante la Santa Sede saludó al nuevo papa por primera vez en la Sala Regia del Palacio Pontificio.
El Magisterio de Francisco es el magisterio de la misma Iglesia de los Apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo asentada originalmente en la piedra de Pedro, el Príncipe de los Apóstoles.
Es el cambio en la continuidad del tiempo.
Todos quedamos impresionados por sus mensajes y las palabras de sus escritos contenidos en catequesis y encíclicas que son el fruto de las enseñanzas milenarias del catolicismo.
A mí especialmente me llama mucho la atención de la importancia que le ha dado y le da permanentemente el Papa Francisco a la necesidad de que los católicos utilicemos siempre el “discernimiento” en todo. Que practiquemos siempre el “discernir” como ejercicio de la prudencia, una de las cuatro virtudes cardinales.
En ése punto, como en tantos otros y más, Francisco demuestra con hechos y palabras que él es un genuino miembro y representante de nuestra Santa Iglesia Católica Romana y Universal.
Con discernimiento en esta época de tanta confusión podrá salir la Iglesia de las tinieblas y las fuerzas del infierno que pretenden prevalecer sobre la Tierra.
Cuántas cosas ayer como hoy suceden, en los siglos y por los siglos, que confunden a los seres humanos.
La Iglesia sigue firme, adelante, enfrentando tropiezos y superándolos. Así ha quedado, sobre la roca de Pedro, como dice el Evangelio:
“En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo.
Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.»
Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.
(San Mateo 16,13-20)
Llegará y pasará el 13 de marzo el noveno aniversario del pontificado de Francisco, y el poder del infierno no ha podido ni podrá derrotarla.