Después de una titánica lucha de años contra un cáncer, frente al cual demostró ante todo entereza de ánimo y su compromiso para seguir en pie, aún con fuerzas menguadas, en pro de sus ideales políticos y sociales, Hatuey De Camps finalmente perdió esa batalla, pero en última instancia la pérdida mayor es para el país ante la ausencia de un dirigente ejemplo de ideas y principios tan aguerridos como coherentes.
Si en la República Dominicana no hemos podido avanzar más en el fortalecimiento de las instituciones democráticas es precisamente porque en muchas de las motivaciones y el accionar de la clase político-partidaria se prefiere dejar de lado esas pautas para ceñirse al pragmatismo y las conveniencias grupales que ofrece el clientelismo.
A sabiendas, porque era hombre inteligente y gran conocer de la cultura política dominicana, de que luchando contra algunos esquemas seculares como la reelección presidencial y todos sus deletéreos efectos a lo largo de nuestra historia vería reducidas las posibilidades de su partido llegar al poder, Hatuey se mantuvo intransigente con sus posiciones y nunca capituló, ni siquiera en los momentos en que la enfermedad se tornó más amenazante para su salud.
En cambio, prefirió mantenerse atrincherado en su Partido Revolucionario Social Demócrata con un puñado de fieles seguidores, viendo con decepción pero sin decaer ni renunciar a su trayectoria, cómo algunos compañeros preferían irse a otras parcelas políticas, precisamente porque lo que buscaban eran apetencias particulares y no pautas guiadas por los intereses generales del país.
Qué lástima que con la partida de este destacado dirigente se vea reflejada nuevamente la gran y estremecedora verdad de la expresión lapidaria que se atribuye al político, ex presidente, médico, abogado, escritor y pedagogo Federico Henríquez y Carvajal, cuando habría dicho: “Oh América infeliz, que sólo te acuerdas de tus grandes hijos cuando son tus grandes muertos”.
En efecto y sin desconocer que en las múltiples manifestaciones de pesar pueden contener expresiones de auténtico dolor y sentimiento, y remitiéndonos nuevamente a la citada frase, ¿por qué tenemos que esperar la hora final para rendir tributo a personajes que se han destacado en la vida pública y que han escrito páginas trascendentes en la historia política contemporánea?
Al tratar de desentrañar la razón de este injusto e inexplicable comportamiento, quizás tendríamos que recordar al ex presidente Joaquín Balaguer en el introito de su libro autobiográfico La Palabra Encadenada, cuando dirigió su obra a la posteridad, que consideraba la única llamada a medir con su vara la historia y ejecutoria de los hombres.
Otro aspecto que ha de reconocerse a De Camps fue el amor por su familia y que por encima de diferencias políticas y enconos coyunturales, siempre estuvo abierto a la reconciliación y a abrir sin reserva las puertas de su casa a compadres y amigos distanciados físicamente, pero de los cuales conservó siempre aprecio y consideración personal.
Este editorial no contiene datos suficientemente conocidos que más bien deben referirse en notas biográficas porque lo que cuenta tras la muerte de De Camps es lo que podemos aprender de su experiencia política para aplicarla en beneficio de un mejor país. Como toda obra humana, tuvo errores y aciertos. Esta es la hora de ponderar y apreciar esos aciertos y dejar lo demás para el juicio sereno de la historia. Paz a sus restos y las sentidas condolencias de los miembros del Grupo SIN a sus hijos, su esposa Dominique Blühdorn LeMarrec, sus hermanos y todos sus familiares. Que descanse en paz.