Tras el terremoto que impactó a Haití el 12 de enero de 2010, cerca de la cinco de la tarde, República Dominicana se ha volcado en ayuda económica y solidaridad.
Gobierno y empresarios han garantizado que al comenzar el próximo año donarán una ciudad universitaria valorada en 30 millones de dólares (30 por 37 es igual a un billón de pesos, o sea, mil millones de pesos).
El reputado artista Juan Luís Guerra ha montado espectáculos y otras actividades pro fondos para la construcción de un hospital.
El Ministerio de Salud Pública repite que parte importante de su presupuesto se va en atención médica a los haitianos, sobre todo a las parturientas.
El dominicano más humilde ha puesto una vez más su acentuada vocación humanitaria, quitándose el pan de la boca para dárselo a quien lo necesita más en la actual coyuntura: el vecino, el amigo.
Si don Curú, mi padre, estuviera vivo, allá en Pedernales, diría: “Candil de la calle y oscuridad de tu casa”. Expresión con la cual nos increpaba cada vez que éramos muy solícitos con los de afuera y negligentes con nuestras responsabilidades en la casa.
Parece que papá tenía muy presente el recurrente complejo dominicano de alebrecarse con el extranjero y olvidarse de los suyos.
Magnífico todo lo que hacemos, y lo que haremos, para resucitar a Haití. Pero, ¿Y nosotros, qué?
El sismo ha evidenciado desenfoques e inobservancias que la autoridad nacional debería evaluar ya para evitarse dolores de cabeza futuros:
La construcción de una ciudad universitaria sería una buena obra; mas no una prioridad en medio de tanta destrucción, tanto analfabetismo, tanta hambre, tantas enfermedades y tanta urgencia para sobrevivir a cada día. No solo en Haití, sino en las cinco provincias fronterizas nuestras que, desde mucho antes del fenómeno, se caen a pedazos.
Los haitianos que logran el bachillerato y quieren ingresar a las academias son unos pocos privilegiados. Y esos pueden venir a este país –como lo hacen– para pagar en dólares sus estudios.
Con mil millones, Gobierno y empresarios podrían construir cinco centros tecnológicos o escuelas vocacionales en Haití y cinco de este lado del río, para formar técnicos y cualificar la mano de obra, con lo cual aminorarían la poderosa oleada migratoria de haitianos y dominicanos paridos por la exclusión social.
De la edificación de un hospital, lo mismo. ¿Cómo justificarlo allá si los de la frontera carecen de: tecnología adecuada, suficientes médicos generales y especialistas, fármacos, material gastable, camas? ¿Cómo justificarlo si no aparece un buen padrino privado que ayude a que los de aquí sean más dignos?
Sin dudas que el terremoto ha visibilizado el histórico acompañamiento del dominicano al haitiano, metido hace décadas en una gran hoguera por la rapiña oligárquica y política de aquel país del occidente de nuestra isla. Respaldo que durante décadas había sido empañado por los discursos oportunistas predominantes aquí.
Y ha evidenciado la hipocresía, la mezquindad y la indolencia de muchos actores figureros de la comunidad internacional.
Urge, sin embargo, repensarlo todo para agarrar el toro por los cuernos. La actual es una excelente coyuntura, aunque parezca mentira.
Si yo fuera gobierno y empresarios, le exigiría a la mal llamada comunidad internacional, que sea más pragmática; que para comenzar se proponga, hasta lograrlo, meter a los calabozos a todos los empresarios y políticos haitianos que tienen en bancos internacionales montañas de dinero del erario haitiano y que han construido un Estado inviable para su provecho individual.
Hay que buscarlos dondequiera, comenzando por República Dominicana, donde, por los siglos de los siglos, han vivido como jeques, apañados por turpenes del empresariado, la política y de la religión hasta para planificar asonadas militares y populares contra presidentes haitianos.
Estoy segurísimo que con esos cuartos se construiría 40 ó 50 Puerto Príncipe nuevos y se podría levantar obras productivas que saquen a aquel país del indeseable primer lugar en pobreza e indigencia en este hemisferio.
Hay que apresarlos y pisarles los cocotes hasta que lo entreguen
De lo contrario, cualquier inversión y ayuda solo servirá de lubricante al túnel nefasto por donde escurren la poquita riqueza haitiana y, de paso, para sangrar más nuestra vergonzosa pobreza.
Si yo fuera el gobierno dominicano, primero entendiera que los controles migratorios actuales son pura ficción en una frontera escabrosa de 360 kilómetros de largo, respaldada solo por cinco provincias desterradas y escuálidas. Para que se tenga una idea, Estados Unidos ha gastado mil millones de dólares en la construcción de un control migratorio virtual solo en el norte de la frontera con México, y sigue confrontando graves problemas por el tráfico de personas no autorizadas.
No hay cordón humano ni tecnología de punta que puedan detener los tsunamis de hambrientos hacia los grandes centros urbanos. Más si la barrera es muy vulnerable a la corrupción, como el caso dominicano.
Haití, como ha estado durante más de un siglo, es una fábrica sofisticada de ladrones de alto nivel, indigentes, pistoleros, mafiosos, contrabandistas, narcotraficantes… Una especie de zona franca regenteada por políticos y empresarios de la misma estirpe, con socios internacionales, que tiene a nuestro país como un mercado cercano y fácil.
El más efectivo, barato y confiable control migratorio sería entonces el desarrollo de las provincias fronterizas (Pedernales, Independencia, Elías Piña, Dajabón y Montecristi). Convertirlas en “tacitas de oro” para que sean guardianes naturales de nuestro territorio.
Eso haría yo, si fuera el Gobierno y empresarios emprendedores. Pero como solo soy un mortal escribidor de cuartillas nacido y criado en la frontera con Haití, dejo estas vaguedades aunque sea para el entretenimiento. O para que nos miremos en ese espejo.
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