No creo que Reinaldo Pared Pérez tomara de acechón, en la trampa de una ola depresiva, la decisión de poner fin a su vida. Me luce que fue una conclusión sopesada, que atañía a la libertad de conciencia con la que actuó siempre.
Amorosamente asistido en la soledad de su padecimiento hubo de pensar que la vida de un ser de su dimensión no podía limitarse a una mera existencia biológica, que vivir sin sentirse útil, afectando y limitando la vida de sus seres queridos hacía poco sentido.
Enfrentó con gallardía una maratónica intervención quirúrgica en que los pronósticos de vida eran a menos, resistió los tratamientos que consumieron su cuerpo y a poco más de un año de peripecias en la que en oportunidades se sintió agotado, el cáncer que le atacó lucía redimido, pero ya le había tronchado para siempre su carrera política, su vida pública y limitados los deleites que le desestresaban y le daban alegría.
Contaba con una compañera de vida dedicada a cuidarle con esmero, con hijos y hermanos que veían por sus ojos, el privilegio de una madre viva, hermosos nietos que iniciaban la existencia cuando él la sentía en sinuosa curva final, compañeros de larga data en su vida política que lo sentían como hermano, pero junto a la recuperación que experimentaba cruzaba una proyección que no descartaba: el futuro retorno de células cancerígenas que lo postraran en condiciones bajo las que no quería despedirse.
Me asalta el convencimiento de que escogió en racionalidad el derecho a una muerte digna, a partir de sorpresa y sin lecho de agonía.
Lo único que había dejado al azar era el momento, que entendió presentado la noche lúgubre en la que se disparó al corazón. Nunca salía jueves a su retiro de Juan Dolio, pero escaseó el agua en su residencia habitual por lo que acogió la sugerencia de su amada esposa Ingrid de trasladarse al entorno playero para que se sintiera más confortable, sin que ella sospechara que allí tenía guardado el instrumento de la previsión final.
Conociendo al Flaco, como lo apodaban sus hermanos de sangre, e imaginando las preguntas que debía estarse formulando sobre su nueva existencia, le habían retirado las armas de fuego que poseía, pero él dejó una a salvo del escarceo.
Sumido en el dolor y la tristeza que habita en todos los que lo trataron y tuvieron oportunidad de intimar con él, hoy no puedo hacer otra cosa que respetar su decisión y desear que donde habite encuentre la luz que buscó con su fe cristiana, con sus constantes expresiones de amor al prójimo y su espíritu solidario.
Como servidor público que fue escalando peldaño a peldaño distintas posiciones en la que su capacidad, su honestidad y la firmeza de sus actuaciones les granjearon admiración y respeto; como político que alcanzó en su partido nivel de figura emblemática, como defensor de la dominicanidad, como jurista, siempre colocó por delante los intereses del país.
Ni las circunstancias ni la vida le alcanzaron para llegar a la presidencia de la República, pero me enorgullece haberle respaldado en las dos oportunidades en la que lo intentó. De haberlo logrado no me cabe duda que habría sido un gran mandatario.
El último y reciente momento de felicidad vivido fue el nacimiento de una nieta ¿Se habrá preguntado entonces que imagen del abuelo le dejaría grabada cuando entrara en uso de razón?