Sostengo la tesis de que Hipólito Mejía habría ganado las elecciones del 20 de mayo solo con haber hecho de maniquí o estatua de piedra montado sobre una jeepeta que recorriera el territorio cuantas veces fuera necesario.
Inmóvil, con la boca cosida y sin gestos alborotados, se habría llevado sin mucho esfuerzo a Danilo Medina. Y no es porque es superior al oficialista, ni nada parecido. Pues la casi perfecta planificación, la perseverancia y las destrezas políticas de este último lo han ubicado hoy en la envidiable categoría de Presidente proclamado por la Junta Central Electoral tras ser legitimado en primera vuelta con el 51.2 por ciento.
Mejía debió lucírsela por la experiencia de su paso por la presidencia en 2000 y por su fracaso al competir frente a Leonel Fernández en 2008; sin embargo, en esta ocasión ahondó sus fallas. Por momentos parecía un payaso poco gracioso, soltando cantinfladas a diestra y siniestra. Y con él, algunos de sus cercanos colaboradores, quienes, al parecer, solo conocen la operación de restar en matemática. Eran un manojo de advertencias, amenazas, exclusiones y reparticiones de puestos. El caso Miguel sería insignificante frente a la avalancha de no partidistas que, por la tanda de errores, se habría retirado a última hora del entorno de Mejía para apoyar al oficialista, a un emergente o para abstenerse.
Medina, en cambio, se convirtió en un excelente administrador de la palabra y los silencios y en modelo de cautela política y sentido común en tan complejo contexto. Manejó con sabiduría sus propias debilidades, y eso le redituó beneficios el día del “juicio final”.
Las condiciones no le eran, sin embargo, tan favorables como para ganar el certamen.
Debido a su escasa capacidad de prevención de crisis, el Gobierno se dejó construir una imagen de corrupto, indolente y antipobre por parte del opositor Partido Revolucionario Dominicano y sus representantes en los frentes de masas y organizaciones llamadas no partidistas. La gran rabia con sus ejecutorias, verificada sobre todo en la base de la pirámide social, tuvo y tiene razones socioeconómicas y de senectud del gabinete pero también ribetes políticos y mediáticos coyunturales, evitables con una buena comunicación gubernamental.
Ante los ataques despiadados, muchos funcionarios prefirieron callar, olvidándose de su compromiso partidario y de la solidaridad cuando la embestida no tocaba sus puertas. Otros optaron por repartir publicidad a los agresores como efectivo mecanismo de censura. Nunca o casi nunca se les vio sincronizar con una política comunicacional. Siempre han hablado a los medios en función de sus proyectos personales y familiares.
Este Gobierno ha estado plagado de comunicadores pagados que, empero, le han hecho un servicio deplorable. Muchos de ellos, en un evidente ejercicio de ingratitud y de pobre profesionalidad, han hecho de enemigos encubiertos, crueles mercenarios.
La realidad indica que no pocos funcionarios y periodistas jugaron al “laissez faire, laissez passer” respecto al proyecto Danilo Medina-Margarita Cedeño. Se hicieron los estúpidos. Ahí están los resultados electorales por municipios y provincias. Los salvó la campana de Hipólito Mejía. No han sido los casos de los senadores Charlie Mariotti y Rojas Canaan, el diputado Nelson Guillén, la directora de Senasa, Taty Guzmán, los desterrados Rubén Bichara, Amarante Baret y Elso Martínez, el speaker Roberto Rodríguez, entre otros no menos importantes en términos de coherencia.
Los funcionarios y funcionarias deberían seguir la señal del Procurador General Radhamés Jiménez, quien ha presentado formal renuncia a partir de la toma de posesión del Presidente. Excepción serían aquellos a quienes el nuevo mandatario les ordene mantenerse en sus posiciones.
Como se trata del paso del palo a otro del mismo equipo, se supone que la transición será perfecta, libre de traumas, y ello debería comenzar por un acto de sensatez de los funcionarios y funcionarias.
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