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Inadmisibilidad casacional contra ius

Enfoque

Y ya que toco el nervio del asunto, me haré eco de lo que la Corte IDH entendió en el caso Nissen Pessolani vs. Paraguay: el análisis de un recurso “[…] no puede reducirse a una mera formalidad, sino que debe examinar las razones invocadas… y manifestarse expresamente sobre ellas”.

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La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia (SCJ), luego de leer el núcleo argumental de los vicios en que se sustentaba cierto recurso de casación, fijó su atención sobre las conclusiones y, de oficio, lo inadmitió. Sostuvo que, en lugar de la casación, se solicitó la revocación de la sentencia, lo cual supuestamente desborda “[…] los límites de la competencia de la Corte de Casación, conllevando como sanción procesal la inadmisibilidad del recurso…”.

La primera crítica es de cajón: lo que escape de la competencia funcional o atributiva no apareja la inadmisibilidad, como se adujo en la SCJ-PS-23-1266, sino la incompetencia. Para entrar en materia, me permitiré aclarar que, por el interés público en el desarrollo del derecho, la sede casacional no es simple protectora del ius litigatoris: “[…] que un caso individual se decida correctamente no es solo del interés de las partes, sino también de la sociedad”, expresa Daniel Mitidiero.

Su función trasciende los intereses privados a través de sentencias encaminadas a producir efectos generales. Si bien actúa como órgano reactivo, direccionando la corrección de una decisión dictada con ocasión de un conflicto particular, no menos cierto es que, como órgano proactivo, promueve la seguridad jurídica a través de la uniformidad de la doctrina jurisprudencial. De ahí que, al fijar el sentido de las normas, nada le impide anular la sentencia atacada o rechazar el recurso de cuyo conocimiento ha sido apoderado, por motivos adicionales a los argüidos por las partes.

De hecho, lo que está supuesto a acogerse o desestimarse en casación no son las conclusiones, sino los medios fundantes del recurso, tal como dispone el art. 1 de la derogada Ley núm. 3726 y como establece el art. 8 de la vigente Ley núm. 2-23. Volviendo al asunto en estudio, los medios de inadmisión implican “falta de derecho para actuar”, de acuerdo con el art. 44 de la Ley núm. 834, por lo que el filtro de acceso utilizado en la casuística que me mueve a escribir fue desafortunado.

El empleo de un vocablo equivocado en el petitum no despoja al recurrente de legitimación activa. Cierto que el art. 46 del texto en mención prevé la posibilidad de inadmitir oficiosamente en ausencia de “disposición expresa”, pero ese precepto no es un verso libre. Para hacer uso de este, es indispensable que el fin de inadmisión sea de orden público y, desde luego, que afecte el “derecho para actuar”. Es tanto así que el art. 33 de la mismísima Ley núm. 2-23 ciñe el ejercicio de esa potestad: “En la medida de lo posible, la corte buscará de oficio las condiciones de admisibilidad del recurso y la regularidad de su apoderamiento”.

Y ya que toco el nervio del asunto, me haré eco de lo que la Corte IDH entendió en el caso Nissen Pessolani vs. Paraguay: el análisis de un recurso “[…] no puede reducirse a una mera formalidad, sino que debe examinar las razones invocadas… y manifestarse expresamente sobre ellas”. Antes, el Tribunal Constitucional había reprochado acremente la aplicación extremista de formalismos en su TC/0212/18: “[…] que no sean las solemnidades un obstáculo para una sana administración de justicia… en las últimas décadas, la doctrina y la legislación procesal han apuntado hacia la instrumentalidad de las formas… sin que, por sí solas, la inobservancia de las formas pueda dar lugar a su nulidad” ni, agrego yo, a la inadmisibilidad.

Poco después, en la TC/0264/20, enfatizó que el art. 69.1 constitucional opera como un ancho colador de acceso a la jurisdicción: “[…] da apertura a una flexibilidad de la norma procesal al referir nociones como tutela judicial efectiva y accesible que son totalmente contrarias a la idea de un formalismo por el mero formalismo”. Sin embargo, amparándose en ritualismos semánticos, la Primera Sala de la SCJ nada contra la corriente al estrechar el cono inferior del embudo que conduce hacia la sede casacional.

¿Qué norma exige, a pena de inadmisibilidad, el uso del verbo “casar” en el petitum del recurso? ¿Cuál censura el empleo de “revocar”? La sentencia comentada es muda, reprobando así el test de la debida motivación de la TC/0384/15, que exige que se precisen “[…] las disposiciones legales que hayan sido violadas o que establezcan alguna limitante en el ejercicio de una acción”. Yendo al grano, Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la actual Constitución española, opinaba que el sustancialismo lingüístico, o mejor, la creencia de que cada término corresponde a una esencia de la que es inseparable, conduce al error. Nada más cierto.

El sentido de todo vocablo está condicionado por el contexto cultural, y aunque las normas jurídicas adoptan términos que marcan la pauta del análisis dogmático, también sufren cambios de significación a través del tiempo. Ocurre, por ejemplo, con “resolver” y “rescindir”, institutos que a pesar de tener originariamente causa y efectos jurídicos distintos, son utilizados indistintamente para referirse a la acción que nace del incumplimiento o cumplimiento defectuoso de una obligación contractual.

En verdad, los linderos conceptuales de anular y revocar son rayanos, traduciendo en caprichosa la censura al uso de una voz con análogo sentido a la a que, de buenas a primeras, se considera como la única correcta. Este nuevo criterio es un pase libre a nuestra desordenada e incoherente jurisprudencia, pues en el 2019, tanto la Primera como la Tercera Sala de la SCJ juzgaron que solicitar la revocación en casación, “[…] no constituye una razón válida para declarar inadmisibles las conclusiones y, por vía de consecuencia, el recurso. No existen fórmulas sacramentales para solicitar que se case o anule una decisión”.

Con toda razón, Michel Taruffo afirmaba que la jurisprudencia en sistemas que no son de precedentes es “[…] escasamente previsible y –sobre todo- tendencialmente contradictoria”. Nadie niega que, desde su concepción originaria, el recurso en análisis fue bautizado como de “casación”, ni que la revocación, como concepto, ha estado tradicionalmente asociada a la apelación. No obstante, uno y otro término se entrecruzan semánticamente, situándose en la misma coordenada.

Raymond Guillien y Jean Vincent, en su Diccionario Jurídico, ofrecen la misma definición para ambos: anulación. Igual Guillermo Cabanellas, para quien revocación es la “Dejación sin efecto de una medida, decisión, acuerdo. Anulación”. Por tanto, desde el flanco semántico, no deja de ser excesiva la elaboración jurisprudencial de este criterio material para admitir el recurso de casación. Me remito al art. 54.9 de la Ley núm. 137-11, el cual señala que cuando el Tribunal Constitucional acoja el recurso de revisión constitucional, “[…] anulará la sentencia objeto del mismo…”.

Sin embargo, en múltiples sumarios de fallos rendidos con motivo de recursos del tipo indicado, dicha corporación utiliza el verbo “revocar”, sirviendo de ejemplos los de las sentencias 0186/19, 0563/19, 0245/21, 0085/19, 0520/21, 0007/20 y 0313/17, entre tantísimos otros. Como dato curioso, no resulta ocioso recordar que casar, del término francés “casser”, deriva del latín “casso-are”, que no significa anular, sino quebrar.

Los apologistas de nuevo cuño del formalismo impeditivo parecen ignorar que cuando una sentencia es firme, adquiere la autoridad de la cosa irrevocablemente juzgada, de lo que puede inferirse que la impugnación casacional es de vocación revocatoria. De hecho, José María Rives Sena, doctrinario español, define el recurso en estudio como el “[…] mecanismo procesal que la ley establece para atacar resoluciones judiciales preexistentes y solicitar su revocación total”.

Penosamente, olvidaron también que el art. 74.4 de la Carta Sustantiva consagra la regla hermenéutica de la favorabilidad, la cual materializa el principio pro actione o de interpretación más acorde a la prosecución del proceso, incorporando la posibilidad de decidir incluso contra el tenor literal de la norma que opere como filtro. En efecto, el 25 de enero de este año, caso García Rodríguez vs. México, la Corte IDH proclamó que “Las autoridades judiciales, como rectoras del proceso, tienen el deber de… encausar el procedimiento judicial con el fin de no sacrificar la justicia y el debido proceso en pro del formalismo”.

Es indudable que el derecho de acceso a la jurisdicción del art. 69.1 constitucional, unido a la doctrina convencional, aconseja prescindir del exceso ritual manifiesto en interés de propiciar un pronunciamiento sobre el punto de derecho objeto del conflicto. Es elemental: si el recurso es de casación, si se funda sobre motivos inherentes a la violación de la ley sustancial o procesal, y si estos son los que deben acogerse o rechazarse como prevé el art. 8 de la Ley núm. 2-23, la corte de casación -en especial la de naturaleza europeo-continental, como la nuestra- no puede refugiarse en un juicio bizantino de tipo filológico para excusar su competencia.

Basta que el recurrente señale “[…] qué recurre y porqué lo recurre, que es lo que delimita el ámbito de conocimiento del recurso”, como enseña Andrés Martínez Arrieta con sobrado acierto. Si he de decir verdad, la Primera Sala de la SCJ -parafraseando a Taruffo- “decidió decidir”. Duele admitirlo, pero no se trató de una interpretación errónea de la ley, sino de una manifiestamente arbitraria, inasumible desde cualquier óptica del derecho y, todavía peor, que valorada en su integridad se revela como un acto de mero voluntarismo.

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