Nadie discute la pertinencia y necesidad de que toda la población se inocule contra el COVID-19. Estudios e investigaciones han comprobado su efectividad, y más aún, la cantidad de vidas que gracias a la misma se han preservado. Lo que se debate, aquí y en otras latitudes, es la juridicidad o no de imponer la obligatoriedad de la vacunación, y a la vez, las restricciones que pueden aplicarse a quienes opten no colocársela.
En nuestro país, las autoridades no impusieron directamente la obligatoriedad; sin embargo, levantado el estado de excepción, el Ministerio de Salud Pública emitió una resolución mediante la cual, atendiendo ciertas disposiciones de la Ley núm. 42-01, General de Salud, “se confirma como epidémico el territorio nacional”, al tiempo que implanta una serie de medidas para continuar combatiendo el indicado virus.
Para el dictado de la misma, el Ministerio de Salud Pública se amparó – principalmente – en los arts. 61 y 149 de la repetida ley sectorial, incidiendo en función de estos sobre no pocos derechos fundamentales (“DDFF), con clara vocación a limitar su disfrute. Analizar el acto dictado debe partir por señalar que nuestro constituyente consignó como garantía constitucional de estas prerrogativas subjetivas una reserva de ley orgánica (arts. 74.2 y 112 CRD), al tenor de la cual corresponde a una mayoría calificada de nuestro congreso la regulación de los mismos.
Más claramente, compete a nuestro Poder Legislativo fijar las pautas y reglas referentes a un determinado DDFF y su contenido esencial, y únicamente éste, dictadas las mismas, podría habilitar y delegar la reglamentación del ejercicio del mismo a otro órgano u ente público. Lo anterior conduce a confrontar la reserva de ley orgánica de los DDFF con la potestad que se arrogó el Ministerio de Salud Pública, y por tanto, cuestionarnos lo siguiente: ¿resultan suficientes las proposiciones y enunciados contenidos en los señalados artículos de la Ley núm. 42-01 para regular y restringir libertades públicas?
La negativa salta a la vista, y es que este texto normativo, por demás preconstitucional, no se ajusta a nuestro actual ordenamiento sustantivo, pecando de ambiguo e impreciso para reglar una potestad tan medular como lo es la ordenación del ejercicio de los DDFF. Veámoslo más detenidamente.
El art. 69 de la referida ley apenas dispone que “En el caso de epidemia o peligro de epidemia, la SESPAS (actual MSPAS) deberá determinar las medidas necesarias para proteger a la población”, y sin irle a la zaga en indeterminación y vaguedad, su art. 149 opera como un calco del citado art. 49, pues repite que declarada la epidemia, peligro de epidemia, desastre u otra emergencia, el Ministerio de Salud Pública podrá declarar epidémico el territorio nacional o parte de este, y autorizará a sus funcionarios locales e instituciones adscritas a adoptar las medidas necesarias que indique con el fin de evitar la epidemia.
Ahora bien, ¿puede condicionar el Poder Ejecutivo, a través del Ministerio de Salud Pública, con base a estas normas que niños, niñas y adolescentes mayores de 12 años, y también mayores de edad, el ejercicio al derecho al trabajo, a la educación, al libre tránsito, al deporte, entre otros, a la presentación de una tarjeta de vacunación? La interrogante no puede responderse de otra manera que no sea con una negativa rotunda.
De espaldas a la necesaria habilitación legal expresa que requiere la administración para ejercer cualquier potestad, hay quienes han hecho esfuerzos ingentes, aunque estériles, para intentar justificar que el Ministerio de Salud Pública pueda regular DDFF, llegándose al extremo de considerar que la juridicidad de la discutida y discutible medida se afinca en los valores y principios que la lex supremis fija como Función Esencial del Estado (art. 8) o en el derecho fundamental a la salud (art. 61). Otros más ladinos pretenden justificarle a la luz de los deberes fundamentales (art. 75), obviándose de forma lastimosa que la discusión no es la pertinencia o necesidad social de las medidas, sino si el órgano público que dictó la cuestionable resolución lo hizo al abrigo de las formas que nuestro texto supremo concibe en respeto al Estado de Derecho.
Es de todos conocido que nuestra anterior ley fundamental no era más que una carta política, orientada principalmente – y de forma muy rudimentaria – a disciplinar el ejercicio de las facultades de los órganos y poderes públicos. Distinto a esto, la actual, con su cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho y su amplio catálogo de derechos, coloca al ciudadano y sus libertades como eje central de su interpretación, convirtiéndose en una norma de aplicación directa que obliga a que toda la actividad de la administración, e incluso de los particulares, transite el derrotero de la constitucionalidad, juridicidad y legalidad.