El reciente descubrimiento de que el teléfono de la jueza de la Suprema Corte, Miriam Germán Brito, había sido intervenido dizque por error en medio de una investigación de carácter penal, ha puesto nuevamente sobre el tapete el viejo lastre de un vicio desde hace décadas muy extendido en el país.
A través del tiempo e independientemente del partido que gobierna, esta odiosa práctica se ha mantenido en mayor o menor medida y no precisamente por los métodos que establecen las leyes, o sea mediante la autorización de un juez cuando hay un requerimiento atendible en el curso de una investigación judicial.
Claro está que siempre las mayores posibilidades de entronizar y mantener este perverso mecanismo de espiar las conversaciones telefónicas proviene de sectores de poder tanto públicos como privados.
Los que han estado en el gobierno en diferentes épocas, los presidentes y en ocasiones con mayor seguimiento e interés funcionarios de influencia en el entorno palaciego, siempre han querido saber lo que habla la gente de la oposición, qué temas tocan y lo que dicen tras bastidores de sus rivales en la política.
Pero estos escuchas, ilegales por cuanto vulneran el derecho de los ciudadanos a la intimidad, no se limitan solamente a la política partidaria y al área gubernamental, sino que históricamente han incluido competencia comercial y empresarial con la utilización de malas artes y hasta miembros del clero han sentido predilección por este método.
De esa manera un empresario o comerciante se enteraba de lo que pensaban de ellos sus competidores y podían adelantarse a planes y estrategias innovadoras. Las intervenciones incluso se aplicaban entre personajes y entidades que en la apariencia mantenían relaciones cordiales y de gran respeto.
Como en el espionaje, se daba el caso de un doble interventor telefónico, o sea alguien que sirviendo a una persona u organismo en particular para espiar a un tercero, hacía lo mismo en sentido contrario hasta que su primer contratante se enteraba de que era víctima de lo que pretendía aplicar a otro.
Conscientes de estas intervenciones, muchas personas que temían ser escuchados en sus diálogos íntimos o intrafamiliares, recurrían a asesorías especializadas para usar teléfonos o líneas que denominaban “limpias”, o sea supuestamente libres de ser intervenidas.
Con el tiempo se ha establecido que muchos de los métodos que usaban para evadir estas intervenciones no eran en realidad efectivos y esa situación se ha tornado más complicada con los sofisticados medios que provee el avance tecnológico.
Hay gente en los partidos, en la clase empresarial, en el comercio y también entre familias encumbradas que en lugar de preocuparse o sentir temor por las intervenciones se burlan de ellas, afirmando que hablan por teléfono lo mismo que se atreven a decir en persona en cualquier escenario.
Llegan aún más lejos como una forma impotente y a la vez desafiante, ya que en medio del diálogo afirman, como si quisieran dirigirse al escucha posible o imaginario, que pueden acomodarse y seguir grabando lo que están diciendo.
El problema de las grabaciones telefónicas no es solo las intervenciones propiamente dichas, sino la posterior edición que se hace en ocasiones de los diálogos, donde una persona puede aparecer diciendo, afirmando o calificando algún asunto en un sentido muy diferente a la conversación original.
En otras palabras y más claramente, la descontextualización deliberada y malintencionada de un diálogo se convierte en un dardo envenenado que puede generar conflictos personales, enconos difíciles de subsanar y hasta tragedias con balances mortales.
Estamos pues ante una práctica difícil aunque no imposible de erradicar, ya que en todo esto hay además una morbosa predilección por saber y comentar lo que la gente habla por teléfono, porque muchos suelen decir a través de este medio cosas que se cuidan de manifestar en público o cuando están en directa comunicación con sus interlocutores.