Sembrar un árbol demanda tener amor en el alma, amar el porvenir, amar a los que acaban de nacer y a los que aún no llegan. Hacer que ese árbol crezca es cosa de abonarlo con nuestra bondad, creer en un futuro de bonanza, mantener viva la esperanza de que siempre habrá agua, soñar con que el viento nunca dejará de entonar su melodiosa sinfonía de ramas. Amar el árbol es, en resumidas cuentas, identificarnos como lo que somos en el más sublime sentido de la palabra: Humanos. (Esta columna está dedicada con inevitable amargura, tristeza, rabia y pena a los que insisten en seguir depredando en Valle Nuevo).
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