En la segunda mitad del siglo XVIII emergieron los dos paradigmas principales relativos al papel del juez en su labor de aplicar la ley para resolver los conflictos entre los particulares y entre estos y las instituciones del Estado. La configuración de la figura del juez como tercero imparcial fue la respuesta a lo que se entendió, desde siglos antes, como una ley natural: que nadie puede hacerse justicia por su propia cuenta.
El primer paradigma del papel del juez lo plasmó el Barón de Montesquieu en el libro XI de su famosa obra Del espíritu de las leyes, publicado en 1748, en la cual, al definir su noción de que el poder debe frenar al poder en el marco de una estructura de gobierno caracterizada por la separación de poderes en los términos que lo había concebido John Locke un siglo antes, señaló que: “Podría ocurrir que la ley, que es ciega y clarividente a la vez, fuera, en ciertos casos, demasiado rigurosa. Los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes”.
Este pensamiento permeó la cultura jurídica europea durante casi dos siglos, lo que tuvo, incluso, un impacto en la manera de concebir la Constitución pues no fue sino hasta prácticamente después de la segunda guerra mundial cuando en Europa occidental y central se comenzó a pensar en la Constitución como una norma jurídica superior que debía ser objeto de interpretación para resolver los conflictos de poderes y proteger los derechos fundamentales de las personas. Todavía en el presente los jueces ordinarios europeos no interpretan la Constitución, sino que refieren esa labor a órganos especializados -tribunales constitucionales y Consejo Constitucional en el caso de Francia- que tienen el monopolio de esa interpretación.
En Estados Unidos, en cambio, el paradigma que emergió en el marco del debate sobre la adopción de una Constitución federal, aprobada en Filadelfia en 1787 y sujeta a ratificación por los Estados, fue completamente distinto. Alexander Hamilton, en uno de sus ensayos en defensa de la Constitución recogidos en El federalista, señaló: “… los tribunales han sido concebidos como un cuerpo intermedio entre el pueblo y la legislatura, con la finalidad, entre otras varias, de mantener a esta última dentro de los límites asignados a su autoridad. La interpretación de las leyes es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriere que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios”.
Esta visión del papel del juez como intérprete de las normas jurídicas, tan distante del automatismo mecanicista de Montesquieu, quedó formalizada por el juez presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos, John Marshall, en la sentencia Marbury vs Madison de 1803, en la cual expresó: “Los que aplican las normas a casos particulares deben por necesidad exponer e interpretar esa norma. Si dos leyes entrañan conflicto entre sí el tribunal debe decidir acerca de la validez y aplicabilidad de cada una… Esto constituye la esencia misma del deber de administrar justicia. Luego, si los tribunales deben tener en cuenta la Constitución y ella es superior a cualquier ley ordinaria, es la Constitución y no la ley la que debe regir el caso al cual ambas normas se refieren”.
Los llamados neoconstitucionalistas -europeos y latinoamericanos- suelen presentar como un aporte novedoso de la teoría de la interpretación contemporánea lo que los fundadores de la Constitución de Estados Unidos plasmaron, con tanta claridad y pertinencia, a finales del siglo XVIII. Esta diferencia de enfoques en uno y otro lado del Atlántico hizo que en Europa predominara la figura del juez pasivo y que tomara mucho tiempo para que se reconociera que este tiene un papel importante en la interpretación de la norma que aplica. En cambio, en la tradición norteamericana el juez, desde el principio, ha jugado un papel activo, para bien y para mal, lo que ha dado lugar, durante décadas, a un gran debate sobre los riesgos de un activismo excesivo de parte de los jueces en el contexto de un sistema de gobierno democrático en el que los jueces, si bien deben jugar un papel clave en la interpretación de las normas jurídicas, no están supuestos a suplantar a las demás instituciones de dicho sistema.
En la República Dominicana ha predominado el paradigma del juez intérprete, aunque este enfoque se ha consolidado mucho más a partir de la Constitución de 2010, la cual otorga a las sentencias del Tribunal Constitucional un carácter de precedente vinculante para todos los poderes y órganos del Estado, con lo que convierte a dichas sentencias -a su ratio decidendi– en fuentes de derecho con un valor equivalente a la Constitución misma. Al mismo tiempo, se ha afianzado de una manera más amplia la cultura de que el juez está llamado a jugar un papel activo en la interpretación de las normas jurídicas, lo que plantea la cuestión de cuáles son los límites y los parámetros de esa interpretación para evitar caer en un activismo excesivo que termine socavando la legitimidad de los jueces en su labor de interpretación y aplicación de las normas jurídicas. También se ha planteado un debate sobre el carácter y el alcance de las decisiones de las demás altas cortes a las cuales la Constitución no le otorga la categoría de precedentes vinculantes.
En todo caso, en lo que concierne de manera particular al papel de los jueces como sujetos activos en la labor de interpretación, resulta útil poner una nota de cautela. Es necesario evitar caer en uno de los dos extremos, esto es, o en la pasividad acrítica o en el activismo excesivo. Lo primero conduce a la falta de creatividad y a la solución mecánica de conflictos que requieren un pensamiento más profundo y complejo, mientras que lo segundo conduce a choques riesgosos con otras instituciones del sistema de gobierno democrático que cuentan con una legitimidad democrática de la que no gozan los jueces. Como suele suceder, el desafío está en cómo encontrar el ”punto medio” aristotélico que contribuya a afianzar la legitimidad tanto de los jueces como de las demás instituciones que participan en el proceso de creación de las normas jurídicas.
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