La Administración Pública constituye un poder institucionalizado, o, lo que es lo mismo, un poder jurídico que, en cuanto tal, su actuación debe realizarse siempre “con sometimiento pleno al ordenamiento jurídico del Estado” (artículo 138 de la Constitución), es decir, al derecho y a todo su sistema de fuentes. Ahora bien, a pesar de que toda actuación administrativa está sometida siempre y plenamente al derecho, no toda actividad administrativa tiene inmediata relevancia jurídica en el sentido de que no toda actividad de la Administración procura la directa producción de efectos jurídicos. Por un lado, encontramos aquellos casos en que la Administración realiza una actuación material, real o técnica por medio de sus empleados o agentes, como ocurre cuando el profesor de una escuela pública imparte una clase, cuando un grupo de policías cuida la seguridad de los participantes en una marcha o manifestación pública o cuando un médico de un hospital público atiende un paciente. Y, por otro, tenemos aquellas en que la Administración adopta una decisión formalizada de cualquier clase, como ocurre cuando dicta un acto o decisión unilateral, cuando adopta un plan o un reglamento o cuando suscribe un contrato o convenio.
Tradicionalmente, el segundo tipo de actividad administrativa, la denominada actividad propiamente jurídica, ha sido la más importante desde la óptica del Estado de Derecho y del derecho administrativo. La razón de ello estriba en que los mecanismos de control administrativo y jurisdiccional de la actividad administrativa y de garantía de los derechos e intereses de las personas ante la Administración han dependido hasta hace relativamente muy poco de la existencia de un pronunciamiento formal de la Administración o, en su defecto, de la conversión de la actividad material, real o técnica en actividad jurídica, como condición previa e indispensable para el control de su conformidad a derecho. Aunque esta exigencia de previa conversión de la actividad material en actividad jurídica, como condición sine qua non para activar los mecanismos de control de dicha actividad y de garantía de los derechos e intereses de las personas, se ha atemperado notablemente con la consagración de acciones contra la inactividad de la Administración –como es el caso del amparo de cumplimiento- y la actuación material constitutiva de vía de hecho –como el recurso contencioso “contra una actuación en vía de hecho”, contemplado por el artículo 5 de la Ley 13-07-, lo cierto es que todavía hoy sigue siendo cierto en gran medida que la activación del control de la actividad administrativa material requiere obligatoriamente su conversión en una actividad de inmediata relevancia jurídica, o sea, en actos expresos o presuntos susceptibles eventualmente de ser fiscalizados en sede administrativa o judicial.
Precisamente, por el hecho de que la actividad jurídica de la Administración tiene inmediata relevancia para el derecho, al declarar, confirmar, alterar o constituir situaciones jurídicas, se trata siempre de una actividad formalizada, es decir, desarrollada de acuerdo con una lógica y por unos cauces o procedimientos normativamente predeterminados. Es la propia Constitución la que manda esta formalización al disponer que la ley regulara “el procedimiento a través del cual deben producirse las resoluciones y actos administrativos, garantizando la audiencia de las personas interesadas, con las excepciones que establezca la ley” (artículo 138.2). De manera que, para la elaboración de decisiones formalizadas, la Administración debe seguir una serie de trámites, más o menos complejos y dilatados, todos ellos concatenados con vistas a adoptar una decisión. A la concatenación de todos estos trámites se le denomina procedimiento administrativo. Como solo en casos excepcionales de urgencia extrema o necesidad, la Administración puede decidir de plano, es decir, sin tramitación previa alguna, aunque siempre sometida a derecho, puede afirmarse que el procedimiento administrativo constituye no solo la forma de ejercicio de la actividad administrativa formalizada sino también el cauce formal de la actividad administrativa, pues la Constitución excluye la posibilidad de que la Administración actúe sin sujeción a formas procedimentales –sin que ello implique que estas formas procedan en todo tipo de actividad, en toda ocasión y con la misma intensidad- y extendiéndose la garantía del debido proceso a toda clase de actuación administrativa (artículo 69), sea esta material o propiamente jurídica, derecho que forma parte, además, del catálogo de prerrogativas que, bajo la sombrilla del derecho a la buena administración confiere la Ley 107-13 a la persona, constituyendo un derecho fundamental implícito conforme el Tribunal Constitucional, cuya violación activa la vía contencioso administrativa y la vía procesal constitucional, si se reúnen supuestos del amparo.