“En aquel tiempo, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: –Jesús, maestro, ten compasión de nosotros. Al verlos, les dijo: –Id a presentaros a los sacerdotes. Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: –¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: –Levántate, vete: tu fe te ha salvado” (Lucas, 11-19).
El pasaje bíblico antes citado es doblemente significativo. Se sabe que, en la religión judía, quien no pertenecía al pueblo elegido se consideraba pagano, sin posibilidad de salvación. Los extranjeros apenas, y como mucho, podían ser prosélitos. Aquí, Jesús acoge al extranjero, como lo ha hecho antes con los marginados, las mujeres, los humildes, los niños. Y, más aún, lo que no es menos importante, considera al extranjero más agradecido que los demás nacionales. Con Jesús, es obvio que “ya no hay judío ni griego” (Gal 3, 28). El reino de Dios está abierto a todos, no importa su origen, y todos nosotros somos iguales ante Dios y seremos salvados.
La “política de amistad” (Derrida) hacia el extraño inaugurada por Jesús, rompedora hace 2 milenios y todavía ahora, es receptada en la Constitución dominicana, como heredera legítima del derecho internacional de los derechos humanos. Los derechos se reconocen a todas las personas, no importa su nacionalidad, salvo los derechos políticos, exclusivos de los nacionales mayores de edad. Todo habitante del territorio nacional, no importa su nacionalidad ni su status migratorio, tiene derechos fundamentales exigibles jurisdiccionalmente. Por eso, la Ley 107-13 de los derechos de las personas en su relación con la Administración establece que esos derechos incumben no solo a los nacionales sino a todas las personas, que están legitimadas para acudir en protección de sus derechos ante la jurisdicción constitucional y contencioso-administrativa.
Pero, como afirma Ferrajoli, “las derechas xenófobas temen que lo que llaman ‘las invasiones de los migrantes’ pueda contaminar la identidad cultural de nuestros países. En realidad, identifican esta identidad con su identidad reaccionaria: con su falso cristianismo, con su intolerancia hacia los diferentes, en fin, con su más o menos consciente racismo”. Y añade el gran jurista italiano-euroamericano: “la desigualdad jurídica es un factor de des-educación, que genera una imagen del otro como alguien naturalmente inferior, porque ya es jurídicamente inferior. Es un círculo vicioso. Precisamente, porque, sin derechos, el inmigrante es percibido como antropológicamente desigual. Y esta percepción racista, a su vez, legitima la discriminación en los derechos. Cuanto mayor es la exclusión social producida por la discriminación jurídica, tanto mayor es la demanda de leyes racistas y el consenso hacia ellas”.
Repudiemos el desprecio del otro, el racismo institucionalizado, del cual también somos víctimas cuando emigramos. Recordemos al sabio John Donne, para quien “ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”.