Las campañas electorales en el país no terminan nunca. Se parecen a las competencias olímpicas de 4X400, creo que así se le llaman, en las que cada equipo participa con cuatro corredores que se pasan cada 100 metros un palo hasta llegar a la meta. En la política vernácula, no acaba bien de juramentarse el ganador cuando esa misma tarde, el 16 de agosto, salen a relucir los nombres de quienes aspiran al puesto en las elecciones siguientes, cuatro años después, con muchos dispuestos a correr junto a ellos con el palo.
Ya sabemos, por ejemplo, que los expresidentes Leonel Fernández e Hipólito Mejía corren para el 2020. El primero carga un pesado fardo que le joroba la espalda y el segundo rondará los ochenta para entonces. La pasión por el poder es un rasgo común que los hacen muy parecidos a despecho de sus enormes diferencias de personalidad. El primero es aburrido y le cuesta sonreír en la adversidad. De hecho ninguna sonrisa ha aflorado a su rostro, por lo menos en público, desde aquél día en Juan Dolio en que la suerte que lo protegía se le escapó. El segundo es divertido y lo que se llama un tremendo tercio, mientras no están en juego los asuntos de estado. La informal formalidad del primero resalta ante la informalidad formal del segundo.
El amor de ambos por el poder domina sus sentidos, pero mientras para el primero es el sentido mismo de la vida, para el otro el hogar y la familia también cuentan. Uno lo ha ejercido en tres ocasiones sin que le hayan sido suficientes. Las candilejas y el elogio les son tan necesarios como el oxígeno. El otro lo ha tenido una vez en varios intentos y aunque le agradan por igual los ambientes palaciegos proyecta la impresión de poder prescindir de ellos.
El humor de uno, ¡uf!, apenas serviría para los malos tiempos. Pero del sentido del humor del otro ni idea tengo. La cuestión es que si son esas las opciones, no sabría qué pensar, y así me ahorro malos pensamientos.
Recibe las últimas noticias en tu casilla de email