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La columna de Miguel Guerrero

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Miguel Guerrero.

Nunca me cansaré de preguntarme si a las altas instancias del gobierno, a sus principales funcionarios y colaboradores y, por supuesto, a los miembros del comité político del partido oficialista, les preocupa o no que se les perciba como uno de los gobiernos más corruptos a nivel mundial.

La respuesta pudiera ser negativa, es decir que les importa un comino, a juzgar por el desprecio que en público exhiben cuando se les aborda o se les trata el tema. Por lo regular, las fuentes más encumbradas del gobierno y el partido reaccionan restándole calidad o autoridad moral a la oposición y la sociedad civil para referirse al tema. Pero se trata de un hecho de la mayor trascendencia no sólo por su efecto en la economía y el crédito de la administración, sino por el historial mismo de la gente que hoy detenta el poder.

Una herencia que los compromete a ser fieles guardianes del patrimonio público. La única área, siempre he sostenido, en la que resulta imperdonable un fracaso de la actual administración es precisamente en la del manejo de los bienes públicos. Se les podía perdonar tropiezos y fracasos en la conducción de la economía y la arrogancia propia del sectarismo que cargan desde sus orígenes, pero nunca llegué a imaginarme que pudieran equipararse e incluso superar a aquéllos a quienes tanto denostaron por su falta de pudor público.

Transparencia Internacional ha vuelto a colocar al gobierno dominicano entre los más corruptos del mundo. Si esa lamentable distinción no les preocupa estaríamos enfrentados a una situación mucho más grave y delicada de la que todos suponemos. Y el país estaría, como ya muchos creen, en un camino sin retorno del que sólo podría esperarse un estadio generalizado de degradación moral destructor de los valores democráticos que aún subsisten. Una nación condenada así al desorden bajo un reinado de indeseables y malos ciudadanos.

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