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La columna de Miguel Guerrero

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Mucho he insistido sobre el peligro de aislamiento en que caen los gobiernos cuando se obstinan en ver en la crítica una mala intención o un deseo de entorpecer  iniciativas oficiales. Si bien es cierto que algunas veces ese sentimiento domina los enjuiciamientos públicos a las acciones del gobierno, no siempre esa es la intención que prima. Con más frecuencia de la que se admite, las observaciones a determinadas conductas o prácticas gubernamentales están inspiradas en sanos propósitos.

La sabiduría de un gobierno consiste en poder apreciar la diferencia. La falta de esa capacidad impide aprovechar oportunidades excepcionales de corregir posturas y políticas inadecuadas o ganarse nuevos afectos. Por lo regular, el rechazo  instintivo a la crítica no alcanza a ponderar su alcance ni la finalidad que esta persigue. Las objeciones a una política o una medida gubernamental tratan en ocasiones de prevenir a un gobierno o a una  autoridad las derivaciones negativas de su aplicación. Como por lo general muchas de esas disposiciones se adoptan sin una previa consulta, no consiguen llenar las expectativas de la población.

Un ejemplo lo tenemos con el plan de ahorro de energía, ya que bien se sabe que  los actores del sector  no fueron avisados ni consultados. De esta manera, la esencia del plan fue el fruto de la opinión escasa de algunos técnicos y funcionarios que si bien poseen la autoridad para actuar en ese campo, no estaban probablemente en capacidad de interpretar a cabalidad los efectos generales de sus medidas.

No quiero con esto sugerir que el gobierno renuncie a su responsabilidad de actuar allí donde se haga necesario y en base a su propia filosofía o comprensión de un problema. Lo importante es que entienda que en la medida en que sus acciones reflejen el sentimiento generalizado de la sociedad, mayor será el nivel de aceptación de sus políticas.

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