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La columna de Miguel Guerrero

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Muchos escritores yerran al calificar el tipo de narración que cuenta la historia a través del testimonio de sus protagonistas.  Con evidente desdén, encasillan ese estilo de narración con el nombre de “periodismo histórico o historia periodística”.El calificativo encierra un gran prejuicio sobre una manera de contar la historia. La creencia entre muchos de ellos es que los elementos de color en la narración, la parte anecdótica detrás de todo relato histórico le despoja de su rigor académico.

Hay distintas maneras de exponer la historia. Muchos académicos se aferran al método simple de la cronología y han hecho del relato histórico una de las formas más aburridas de la literatura. También hay quienes sostienen que el rigor del relato, riñe con la amenidad. Para ellos la única vía para la narración exacta o correcta de los hechos descansa en la reproducción textual de los documentos disponibles en los archivos o las referencias a lo que otros  ya antes han relatado o descubierto. Todo lo que no se ciñe a estas reglas por lo tanto no es historia.

Desde mi perspectiva de investigador, no del historiador que no soy ni pretendo ser, el relato histórico necesariamente no se limita a los textos académicos; aquellos que se utilizan principalmente como referencia en las aulas universitarias. Cuando se minimiza el testimonio como uno de los valores de la investigación para reconstruir pasajes históricos, se pasa por alto un hecho fundamental. Y es que no todo lo que acontece aparece descrito en los documentos y que algunos de  estos papeles son el producto de los prejuicios ideológicos, políticos o de cualquiera otra naturaleza de quienes lo redactan y que  a veces están basados en apreciaciones falsas e incompletas de terceros, o en visiones llenas de prejuicios de acontecimientos a los que asisten no como testigos imparciales, sino como actores principales.

Una información falsa o inexacta puede ser mañana un documento de consulta. Una parte de los papeles encontrados en archivos extranjeros y nacionales sobre los que se han escrito infinidad de libros relativos a episodios de nuestra historia reciente, están llenos de inexactitudes y prejuicios. En modo alguno pretendo invalidar el uso de este recurso. Pero es injusto rechazar que bajo ciertas circunstancias el testimonio personal tiene tanto o más valor que el documento escrito. Los calificativos de género no le restan importancia ni valor a la investigación. Lo primero que deberíamos establecer es qué persigue un autor al escoger entre los métodos. Habrá quienes escriban para obras de consulta o textos para escuelas y universidades. Son los que llenan sus obras de referencias bibliográficas y citas de otros autores para sustentar opiniones o pasajes de sus propios relatos, sin tomar en cuenta muchas veces la legitimidad de las fuentes en que aquellos basaron sus propios textos.

Otros escriben pensando fundamentalmente en los lectores. Figuran aquí los que optan por la narración fluida y amena, que toma en cuenta la experiencia personal de los protagonistas o de aquellos que de manera fortuita aparecen en un lugar o en una hora en que la historia hace sonar su claxon para perpetuar un momento, que puede ser tan fugaz como un suspiro, o tan duradero como la injusticia humana.

Como quiera que se le juzgue, el llamado periodismo histórico o historia periodística es historia; parte de la historia. El rigor de un relato no radica ni se obtiene únicamente acudiendo a un sólo método de investigación. Hay que ser ecléctico al asignar valor a un texto histórico. Siempre que esto sea posible, el documento como fuente de investigación puede y debe ser confirmado o completado con el testimonio personal y éste a la vez por el documento disponible de la época.

Es evidente que muchos escritores y académicos no comparten mis puntos de vista sobre el valor del testimonio personal en la narración de los acontecimientos de valor histórico. Y así se han encargado de hacérmelo saber. Sin embargo, me parece absurdo que en la narración de acontecimientos recientes, los estudiosos de un tema menosprecien el valor documental del testimonio personal; las versiones de aquellos que en su momento formaron parte de los hechos y basen su relato sobre la base única de documentos de archivo que pueden ser tan falsos o inexactos como la versión más descabellada de un presunto testigo presencial.

El rigor reside en la armonía, en la justa conjugación de todos los recursos de que pueda disponer un autor en relación con el pasado. Se apela por lo regular al calificativo de periodismo histórico o historia periodística para referirse a todo relato referente a hechos recientes de nuestra historia, como si sólo lo muy lejano en el tiempo pudiera ser considerado como parte de la historia. Por eso me inclino a pensar que existe un elemento de desprecio intelectual en esta denominación y que muchos académicos no terminan de aceptar la realidad que nos rodea como un elemento importante de la historia que hoy vivimos o presenciamos, y que cada minuto transcurrido deja el presente para convertirse inexorablemente en parte de nuestro pasado histórico, sin importar la trascendencia que cada uno de nosotros le asigne, en ejercicio de nuestros propios prejuicios e intereses.

A pesar del desprecio de muchos intelectuales y académicos por esa forma de narración, es indudable que algunos de los mejores textos históricos sobre el último siglo están basados en las experiencias personales de sus actores, o en las observaciones, experiencias y recuerdos de aquellos que estuvieron cerca de ellos.

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