La presunción de que los dominicanos somos una manada de tontos insalvables, le confiere muchas veces al lenguaje oficial un sentido del humor del que por lo general carece. Cuando el presidente Fernández le restó a sus ocupaciones cuatro horas para comerse un sancocho en casa de un reformista, se explicó que había acudido allí para ver una colección de réplicas de obras de arte.
Las fotos de la reunión no mostraron ninguna de esas joyas de la cultura universal, pero sí en cambio la de un puñado de antiguos militantes y dirigentes medios del reformismo aferrados a la posibilidad de que un amarre de esos que sólo los políticos conocen los salvara del abandono y de las vicisitudes propias de todo desempleado.
Cuando el ex secretario de las Fuerzas Armadas del “pepehachismo”, como se denomina en la esfera oficial a todo vínculo con el gobierno del PRD, acudió al Palacio para reunirse con Don Hipólito, la explicación que se le dio al caso fue que ambos se habían reunido para hablar de literatura, algo muy original, por cuanto si bien se trataba de personas muy instruidas uno de ellos en modo alguno es lo que se llama propiamente un literato. Y porque, además, sabido es, y comprobado está, que en el caso de aquél mandatario la pasión por la literatura no entra en el marco de sus prioridades.
Y cuando el actual jefe del Estado decidió revocar un acuerdo transaccional con los detentadores de títulos falsos del Parque Nacional Jaragua, en favor del desarrollo de Pedernales, la marcha atrás se justificó con el pretexto de que carecía previamente de toda la información.
De todas maneras el hecho de que se nos considere los ingenuos que muchos de nosotros en realidad no somos, contribuye a aligerar el ambiente y proporciona un pequeño momento de diversión, en medio de las calamidades propias de una realidad cada vez más dramática y difícil. Celebremos pues las ocurrencias oficiales.
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