Como dominicano me fascina el plátano y celebro que Fernando Rodney hiciera por su buena fama lo que ninguno de los países productores ha logrado: situarlo en la cúspide no sólo como amuleto contra maleficios, sino como el exquisito manjar de la gastronomía criolla que siempre ha sido.
Una vez me preguntaron durante una entrevista cuáles eran mis preferencias y pasiones. Exceptuando la familia y el trabajo, que son mis prioridades, le respondí al instante: el café sin azúcar, el frito verde, los Yankees de Nueva York y la ópera, y a veces creo que en ese orden riguroso.
Recuerdo que por una de esas preferencias terminé borrando de mi lista de restaurantes para una velada familiar de domingo, aquél delicioso establecimiento de comida china en donde, después de solicitar una ración de fritos verdes como acompañantes del plato principal, muy ceremonioso el jefe de camareros, haciendo una extraña reverencia que me pareció muy oriental y ensayada, me dijo en tono muy solemne: “Disculpe, señor Guerrero, pero a este restaurante no ha entrado nunca un plátano”, lo cual frustró mi almuerzo de ese día.
La exhibición del plátano como emblema del equipo ganador del clásico mundial de béisbol por Rodney hizo que olvidara el enojo que sus relevos excepcionales contra los Yankees me habían provocado, especialmente aquella noche en que dejó helado en el plato a A-Rod para cerrar un juego de final de temporada y a mí por supuesto con ganas de ahorcarle.
Gracias a Rodney, ahora uno de mis héroes, la reivindicación de la musácea le ha conferido prestigio mundial a una de mis preferencias y supongo que por igual sensación atraviesan muchos otros, porque ayer mientras me movía por la ciudad, observé a varios conductores llevando colgado un plátano en sus vehículos.
Tan contagiado quedé por el triunfo nacional que al responder a un saludo a punto estuve de hacer la señal de la flecha.
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