Los cinturones de miseria se expanden cada día, como legado del subdesarrollo y la corrupción que ha caracterizado nuestro ejercicio político. Al cabo de años de desperdicios materiales e inútiles pugnas políticas no hemos dado respuestas a preguntas elementales.
Nuestra incapacidad para enfrentar el desafío de garantizar techo, alimento, vestido y educación a millones de seres humanos condenados a la más profunda miseria, carece de parangón. No obstante nuestros enormes recursos naturales, la mayoría de la población vive en condiciones de pobreza, con tendencia a ser más pobre cada día.
Las posibilidades de vida de una buena parte de ese conglomerado humano, no van más allá de una infancia desafortunada. Las perspectivas de empleo seguro y bien remunerado en sus años de madurez son ínfimas o prácticamente inexistentes. Están condenados desde la cuna a un oscuro analfabetismo. Son la fuente de la que se nutren y seguirán alimentándose el inmenso ejército de mendigos y desamparados que pueblan nuestras ciudades y campos, y de donde se alimentan también las ideologías extremas y los movimientos disociadores que existen por todo el mundo.
Este ha sido el cuadro de la República a lo largo de décadas. A pesar del gran despliegue de fuerzas productivas que, según estadísticas oficiales sobrepasa los pronósticos más optimistas, no se ha verificado ningún cambio. Esa es una realidad de la que no podemos enorgullecernos y que continuamente debilita la fe de cada vez más ciudadanos decentes en la clase política que ha gobernado a este pobre y desdichado país. Una realidad dolorosa pero innegable, que trae consigo una desilusión generalizada que suele arrastrar a los países en brazos de falsos redentores, como fue el caso de Fujimori en Perú , y el más reciente y penoso de Chávez en Venezuela.