La ausencia de un periodismo crítico despoja a los gobiernos de la capacidad para medir sus propias limitaciones. Con insólita frecuencia se cede aquí a los impulsos del entusiasmo al enjuiciar una gestión administrativa. Estos despropósitos de nuestra retórica encuentran inmensos espacios en la prensa.
La costumbre de atribuir méritos, por lo general inexistentes, a toda actuación oficial, termina siempre nublando la óptica gubernamental, reduciendo así su capacidad para analizar objetivamente el alcance y consecuencias de sus propias acciones.
El deber de la prensa es situarse en un plano intermedio, en el que el juicio y la crítica resistan las tentaciones de la adulación, que tanto se escucha en las mañanas, o de la oposición a ultranzas, tan propias de nuestras tardes.
El pueblo acude a las elecciones cada cuatro años con la ilusión de elegir a personas capaces y aptas para desempeñar las labores del gobierno. En consecuencia, es lógico esperar algún tipo de correspondencia, un esfuerzo realmente serio para hacer honor a la responsabilidad que colocó sobre sus hombros.
Por eso resulta deplorable la frecuencia con que muchos forjadores de opinión se rinden al impulso, por afecto o dinero, de atribuir virtudes de ciudadano excepcional a funcionarios que sólo tienen el mérito de cumplir con los deberes de su cargo, los cuales por desgracia no están en mayoría.
Virtudes estas que a veces simplemente se limitan a llegar temprano a la oficina o no siempre a cumplir metódicamente los horarios de trabajo. Por el contrario, la preocupación de la prensa debe orientarse a velar porque esos funcionarios no se extralimiten en sus funciones, las que les dan fácil acceso a privilegios materiales vedados a otros ciudadanos.
Los tratamientos obsequiosos al poder político, le restan autoridad moral a la prensa y debilitan la práctica democrática.
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