La reelección no está prohibida. Lo que la Constitución no permite es que un presidente en ejercicio pueda postularse para un segundo mandato consecutivo. Sin embargo, la fórmula establecida en la reforma del 2010 es más perversa, pues permite la reelección diferida. La Carta Magna anterior establecía un máximo de dos mandatos con un vete tranquilo a casa. Era lo que hubiera pasado con el expresidente Leonel Fernández, cuya vida presidencial concluía para siempre con la entrega del mando en agosto del 2012. El famoso acuerdo de las “Corbatas azules” que dio paso a la reelección diferida, negándole a su sucesor la oportunidad que él ya había tenido, prolongó su carrera y trabó la del actual, con un legado de corrupción y déficit fiscal que le ha hecho difícil transitar en un terreno lleno de compromisos y dificultades, en lugar de un sendero enteramente propio.
La perversidad del modelo impuesto por dicha reforma radica en que siembra y abona ambiciones sin límites, lo cual puede castrar toda posibilidad de relevo político en perjuicio de la dinámica social, como vemos ahora con la competencia por la nominación presidencial en el partido de gobierno, en el que pudiera estar en juego el futuro mismo de esa organización, como ya ha ocurrido en otros partidos que han ejercido el poder desde la caída de la tiranía.
Se ha venido escuchando que cuatro años no son suficientes para llevar a cabo una buena obra de gobierno. Esa fue la razón para justificar la reforma que impuso el modelo de dos mandatos y nada más que la tradición en Estados Unidos ha convertido en ideal democrático. La reforma del 2010 que lo revocó no estuvo inspirada en el deseo de mejorar el sistema presidencialista, sino la de prolongar la vigencia de un liderazgo mesiánico. La reelección diferida, que es la peor de todas, sepultó un modelo presidencial que impedía la perpetuación en el poder, con todos los males que históricamente conocemos.
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