Desde el momento fundacional del constitucionalismo liberal-democrático han coexistido, a la vez que han permanecido en tensión, dos ideas fundamentales: seguridad y libertad. La gran preocupación de Thomas Hobbes, fundador de la filosofía política moderna, fue cómo construir un sistema de gobierno que, si bien basado en el pacto político entre individuos iguales, pudiese proveer orden y seguridad a los miembros de la sociedad en respuesta a lo que él llamó “la guerra de cada hombre contra cada hombre”, propia, según él, del estado de naturaleza en el que no existía un poder común. Su pensamiento tomó una pendiente absolutista por la preeminencia que este autor le dio al orden y a la seguridad por encima de cualquier otro objetivo o valor en la convivencia social.
En contraposición a esa visión, John Locke, padre del liberalismo político, estructuró su pensamiento en torno a la idea central de la libertad de las personas, lo que lo llevó a argumentar que el poder que concibió Hobbes fuese limitado y dividido para evitar el absolutismo y garantizar los derechos de los individuos. Locke le reconoció a Hobbes que la forma de superar los males del estado de naturaleza, en el que la libertad natural y los derechos inherentes de las personas se encontraban en una situación de precariedad, era construyendo el poder estatal, pero a la vez planteó la necesidad de crear los medios para evitar que dicho poder, basado en el consentimiento de los individuos, se convirtiera en una nueva manifestación del absolutismo.
La tensión filosófica entre estos dos gigantes del pensamiento político moderno ha estado presente en todo el discurrir de la teoría y la práctica del constitucionalismo liberal-democrático. Podría muy bien decirse que época tras época, generación tras generación, se despliega el conflicto Hobbes-Locke (seguridad vs libertad) sólo que en contextos políticos distintos. Un ejemplo prominente de esa tensión fue el debate que se dio en Estados Unidos en torno a la ley denominada Patriot Act aprobada tras los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001. La gran discusión que se produjo en ese momento fue hasta qué punto la necesidad de proveer al Estado de herramientas más fuertes y eficaces para prevenir y combatir el terrorismo, como acceder de manera ilimitada a las comunicaciones telefónicas, ponían en entredicho las libertades y los derechos civiles de las personas.
Algo similar sucede ahora en la República Dominicana con la controversial Ley 1-24 que crea el Sistema Nacional de Inteligencia, la cual tiene su base de sustentación en la reserva de ley que hizo el artículo 261 de la Constitución de 2010 sobre esta materia. Sin duda, la ley tiene un fin legítimo: fortalecer la capacidad del Estado para responder eficazmente a los desafíos y las amenazas que pudiesen poner en riesgo la seguridad nacional, tales como el terrorismo, el narcotráfico, el tráfico de armas, los ataques cibernéticos, las actividades delincuenciales de bandas nacionales y extranjeras, entre muchos otros.
La cuestión que se plantea es si la Ley 1-24 logra un balance idóneo entre, por un lado, disponer de herramientas que mejoren la capacidad del Estado de proteger la seguridad y, por el otro, garantizar el respeto de derechos y libertades fundamentales. El punto central de la controversia que se ha generado gira en torno al artículo 11 de la referida ley, el cual dispone que: “Todas las dependencias del Estado, instituciones privadas o personas físicas, sin perjuicio de las formalidades legales para la protección y garantía del derecho a la intimidad y el honor personal, estarán obligadas a entregar a la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) todas las informaciones que ésta requiera sobre las cuales se tengan datos o conocimiento, relativas a las atribuciones señaladas en el artículo 9 de esta ley, para el cumplimiento de sus funciones de inteligencia y contrainteligencia, a los fines de salvaguardar la seguridad nacional”.
Si bien este texto hace una excepción en cuanto a la protección de la intimidad y el honor personal, la potestad que la ley le otorga a la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) es demasiado amplia y discrecional. El problema es más notable cuando se lee el artículo 9, al cual se refiere el citado artículo 11. No hay espacio aquí para detallar las disposiciones del artículo 9, pero las atribuciones que éste le otorga a la DNI son muy amplias y diversas, además de discrecionales, lo que significa que su campo de acción para buscar y requerir información es su sumamente extenso. A esto se agrega que el artículo 26 establece sanciones penales bastante fuertes contra quienes ocultasen informaciones que requiera la DNI. Esto explica la preocupación que esta ley ha generado en diferentes sectores políticos y sociales que consideran que ella viola la Constitución dominicana. Uno de esos sectores es la Sociedad Dominicana de Diarios, la cual teme que esta ley podría crear situaciones que pongan en entredicho lo que dispone la parte final del artículo 70 del texto constitucional que dice: “No podrá afectarse el secreto de la fuente de información periodística”.
Adicionalmente, el Párrafo II del artículo 11 otorga un poder particular a la DNI en cuanto a que las entidades públicas y privadas “deberán permitir que la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) pueda llevar a cabo la recolección de informaciones de carácter público que figuren asentadas en sus bases de datos y acceder de forma automatizada a las que se produzcan mediante el uso de las tecnologías y de los servicios de telecomunicaciones”. De ahí la preocupación que la ley ha causado en las empresas prestadoras de servicios telefónicos.
Como remedio al problema se ha planteado que la potestad que la Ley 1-24 otorga a la DNI sea tutelada por un tribunal o juez competente. De incorporarse una reforma de este tipo se mejoraría sustancialmente esta legislación. Pero habría que pensar también en cómo delimitar mejor las atribuciones de la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) para evitar que ésta penetre en áreas que no son propias de su misión institucional.
Sin duda, el Estado democrático debe contar con la capacidad de protegerse frente a las amenazas a la seguridad, cada vez más complejas y desafiantes, que continuamente tiene que enfrentar. A la vez, la búsqueda de ese fin legítimo no debe producirse sacrificando derechos y libertades fundamentales que garantiza nuestro sistema constitucional. Estamos ante una cuestión vital que debe abordarse con visión de Estado y con espíritu de consenso, pues se trata de una ley que regirá las instituciones y las herramientas del Sistema Nacional de Inteligencia, engranaje clave para proteger y garantizar la seguridad nacional.
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