Por años he insistido sobre el peligro de aislamiento en que caen gobiernos democráticos, cuando solo ven en la crítica mala intención o un deseo de entorpecer iniciativas oficiales. Si bien muchas veces ese sentimiento domina los enjuiciamientos públicos a las acciones del gobierno, no siempre esa es la intención que prima. Con más frecuencia de la que se admite, las observaciones a determinadas conductas o prácticas gubernamentales o de funcionarios, están inspiradas en sanos propósitos.
La sabiduría de un gobierno consiste en poder apreciar la diferencia. La falta de esa capacidad impide aprovechar oportunidades excepcionales de corregir posturas y políticas inadecuadas o ganarse nuevos afectos. Casi siempre, el rechazo instintivo a la crítica no alcanza a ponderar su alcance ni la finalidad que esta persigue. Las objeciones a una política o una medida gubernamental tratan en ocasiones de prevenir a un gobierno o a una autoridad municipal las derivaciones negativas de su aplicación.
Como muchas de esas disposiciones se adoptan sin una previa consulta, no consiguen llenar las expectativas de la población. Ejemplos de esa realidad la hemos tenido durante casi todas las administraciones desde la caída de la tiranía y con toda seguridad lo seguiremos viendo porque las circunstancias muchas veces imponen las normas de actuación de la autoridad pública.
No es mi propósito sugerir que un gobierno democrático renuncie a su responsabilidad de actuar allí donde se haga necesario y en base a su propia filosofía o comprensión de un problema. Lo importante es que se entienda que en la medida en que sus acciones reflejen el sentimiento generalizado de la sociedad, mayor será el nivel de aceptación de sus políticas, que por lo general persiguen el bien común y la convivencia armónica. Aceptarlo de esa manera reivindica el papel de la crítica y el nivel de tolerancia de un gobierno.