La columna de Miguel Guerrero
Nunca en la historia de la humanidad, el progreso había estado tan ligado como en estos tiempos a un producto como el de la sociedad moderna del petróleo. El suministro de energía eléctrica, por ejemplo, pudo aumentar en las postrimerías del siglo pasado gracias a fáciles disponibilidades del crudo en los mercados internacionales. La diversidad de su uso permitió la expansión de la industria y la economía mundial.
La humanidad se acostumbró tanto a su empleo, tan útil y variado, hasta llegar a darse cuenta de cuán difícil será reemplazarlo rápidamente con energía proveniente de otras fuentes. Por eso han resultado tan traumáticos los efectos de las alzas del petróleo en toda la estructura económica del mundo occidental, a contar de octubre de 1973, cuando los países de la OPEP decretaron un boicot a los suministros a Estados Unidos y aquellos países europeos que habían ayudado a Israel durante la guerra del Iom Kippur. No obstante, los aumentos que han tenido lugar en forma cíclica cada cierto número de años han afectado más fuertemente a las naciones en desarrollo importadoras netas de hidrocarburos que a las naciones altamente industrializadas.
Uno de sus peores efectos ha sido el incremento de los niveles de inflación, que ha paralizado los esfuerzos de muchas naciones en desarrollo para lograr tasas aceptables de crecimiento económico. Esto ha incidido negativamente en la formulación de programas de asistencia social y de desarrollo en la mayoría de los países del Tercer Mundo, que importan buena parte o el total de sus requerimientos energéticos derivados del petróleo.
Los expertos relacionan las consecuencias de estas alzas con la reducción en la demanda de exportación desde las áreas en desarrollo, lo que a su vez ha estimulado rígidas tendencias proteccionistas a lo largo de las últimas décadas en esas naciones.