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La deuda con el pueblo dominicano que el destino le cobró a Trujillo

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Ignoro si como mayorcito que ya es, el nieto de Trujillo, Ramfis Rafael Domínguez Trujillo, sabe  o le ha interesado saber que el último paseo de su abuelo, ya un cadáver, por la geografía nacional, fue en la parte trasera de un camión del ingenio Barahona lleno de estiércol de vaca. La vida tiene esas ironías y muchas veces suele el destino, o la providencia, quien sea poco importa, cobrarse ciertas deudas que los tiranos dejan pendientes con sus pueblos.

Ramfis, su hijo mayor, había sacado furtivamente el cadáver de la cripta del sótano de la iglesia de San Cristóbal donde Trujillo había sido enterrado, antes de partir al exilio en el buque insignia de la Marina de Guerra y colocado el féretro en otro buque, el yate Angelita, que partió un día después que él, el 17 de noviembre  de 1961, no sin que antes cometiera el  cobarde genocidio de los Héroes del 30 de Mayo.

El yate fue obligado a retornar cuando estaba a mitad del trayecto a Francia, donde Ramfis esperaba por el cuerpo de su padre. La orden de regreso fue dada para recuperar la fortuna que en dólares, bonos y certificados se creía iban en el buque, como en efecto ocurría. Se desconocía que había allí un bulto mayor, el cuerpo sin vida del más sanguinario y corrupto, hasta entonces, gobernante dominicano.

En el viaje del regreso y en las inspecciones realizadas ya de regreso el barco el ataúd fue abierto seis veces, con lo cual el destino le cobró  también de esta manera la paz que él le había negado al pueblo dominicano.

Por orden de Balaguer, en la base área de Barahona, ciudad a la que un patrullero lo trasladó desde la base de Las Calderas en la provincia Peravia, para ser conducido desde allí a la base de San Isidro, donde le esperaba un alquilado jet de Panamerican para devolvérselo a Ramfis, el oficial a cargo de la misión, realizada dentro del mayor hermetismo, requisó un camión del ingenio repleto de estiércol, lo único que al parecer encontró. El oficial  no tuvo más opción que colocar detrás, al descubierto, el ataúd que Ramfis había hecho entrar en otro féretro más grande, para poder clavarlo así en el piso de uno de los salones del yate con el fin de protegerlo de los movimientos de una mar embravecida.

Al presenciar aquella estremecedora escena, el oficial a cargo, un connotado trujillista, se cuadró ante el féretro y haciéndole el saludo militar, exclamó en una especie de inútil desagravio: ¡Carajo, con lo grande que era ese hombre!

Para desdicha de su memoria, grande también fue ese momento para el pueblo que él oprimió. Y como dijera Dwigh Eisenhower, jefe de las tropas aliadas, al enterarse de la muerte de Benito Mussolini por parte de los partisanos italianos que colgaron en una gasolinera boca abajo el cadáver junto al de su amante Clara Petacci: ¡Qué triste y pobre final para un tirano.

Ninguno de los dos merecía otra suerte.

(Nota: Para más detalles de este episodio histórico, véase “Los últimos días de la Era de Trujillo”, de Miguel Guerrero, Editora Corripio, junio 1991, y ediciones subsiguientes).

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