El Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), cumpliendo a cabalidad el mandato de renovación periódica del Tribunal Constitucional (TC), ha llenado las plazas vacantes de cuatro jueces salientes con la selección de cuatro magníficos jueces, Manuel Ulises Bonnelly, María del Carmen Santana, José Alejandro Vargas y Eunisis Vásquez, de vasta, acrisolada y excelente formación y carrera profesional.
En esta elección ha quedado definitivamente enterrado el discurso de que la elección de los miembros de las Altas Cortes debe ser un proceso libre de la influencia de cualquier tipo de interés político o partidario, de modo que la integración de dichas Cortes se logre a través de un método basado en una “evaluación objetiva” de las condiciones personales y profesionales de los candidatos. Es ostensible que la designación de los miembros de las Altas Cortes es fruto de sistema de designación política a cargo del CNM. Si no fuese así, bastaría entrar los resultados de las evaluaciones de los candidatos, para que una computadora tabule los resultados y, sin necesidad de reunirse el CNM, la computadora anuncie al país los jueces seleccionados. Tal absurda maquinización del proceso de selección de los jueces de las Altas Cortes es una total locura a la que solo conduce pensar que este proceso puede ser fundado, solo y exclusivamente, sobre datos rigurosamente objetivos y despojados de cualquier tipo de valoración política o subjetiva.
Es obvio que ese vano y absurdo intento de despolitizar lo que, por esencia, es un proceso de toma de decisiones políticas fundamentales, como es el caso de la elección de los jueces de las Altas Cortes, esa pretensión de despolitización absoluta en realidad es la más política de todas las posiciones, como advirtió hace tiempo Carl Schmitt. Por eso, en Estados Unidos, se reconoce la naturaleza política de la designación de los jueces de la Suprema Corte y lo que se discute públicamente es cuál es la ideología jurisdiccional de los candidatos a jueces. Pero no se supone ni la Constitución quiere que al momento de elegirse los jueces de las Altas Cortes se haga un concurso público entre los aspirantes.
Lo anterior no significa que el CNM, cuando designa a un juez del TC, no deba tomar en cuenta la solvencia moral y profesional de los candidatos, su experiencia, su vida humana y académica y todos aquellos elementos que conforman el perfil de un juez. No. Lo que significa es que, al lado de estos elementos fundamentales del perfil del juez, debe enfocarse la atención en lo qué piensa del Derecho, de los derechos, de la interpretación, y de los principios fundamentales del Estado Social y Democrático del Derecho. Por eso, las entrevistas en las vistas públicas no son un examen oral de conocimiento del candidato -el cual se da, en principio, por descontado- sino un modo de hacer visible esa ideología y evitar que, luego de elegido, el juez meta de contrabando en sus sentencias una ideología que no explicitó en las vistas públicas. Y aquí pasa algo paradójico: no hay jueces más verdaderamente políticos que esos seres amorfos, que se pintan de apolíticos, entes supuestamente insípidos, inodoros e incoloros, pretendidamente asépticos políticamente hablando, pero que, al final, se revelan como los más políticos de los jueces.
Apunto finalmente que, con esta elección, el TC pasa a estar compuesto en casi la mitad por jueces provenientes del Poder Judicial. Se logra así lo que en otros ordenamientos se consigue mediante una cuota de del TC asignada a los miembros de la judicatura, como ocurre en Alemania. Ahora bien, hay que cuidarse de que, como bien advierte Juan José Solozábal respecto a España, se vea al TC como la culminación de una carrera judicial. La tensión entre el TC y el Poder Judicial, “que es lógico, en sus justos términos, que exista y que no puede acabar ni con la superioridad ni la especialidad del TC, indudables dada la condición de este de garante máximo del orden constitucional, no puede pensarse que quede resuelta a través de un procedimiento que muestre” al Poder Judicial “como la antesala del Constitucional”. El TC no es una prolongación del Poder Judicial pues “las lógicas de ambas jurisdicciones son diferentes y el perfil del magistrado del TC ha de tener un relieve que no se compadece necesariamente con la práctica y la actitud del aplicador de la legalidad ordinaria, aun con el grado de competencia, independencia y dedicación de los magistrados” de la judicatura.
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