Una de nuestras grandes e impostergables prioridades no se relaciona con la economía. Se refiere más bien a la actitud que debemos asumir como nación ante los retos del porvenir y los conflictos actuales. La obligación consiste en evitar que las posiciones extremas, como pudiera estar ocurriendo, secuestren el debate de los temas trascendentales.
La manera irresponsable con que esos asuntos se ventilan a nivel de algunos medios de comunicación electrónicos conduce a un laberinto del que resultaría muy difícil salir, si el país se deja arrastrar sin oponer resistencia. En los períodos difíciles, los ánimos suelen exacerbarse. Las pasiones por lo regular anulan toda posibilidad de análisis objetivo sobre la realidad. El peligro es obvio. En situaciones como esa las posiciones radicales se imponen y la moderación no encuentra espacio para expresarse.
Con inusitada frecuencia vivimos esas experiencias. Pero ahora que los desafíos parecen elevarse por encima de nuestras posibilidades, la moderación debe imponerse a fin de impedir que las aguas desbordadas inunden la discusión y ahoguen las oportunidades que el futuro nos depara. Entiendo que es muy fácil caer en la tentación de la superficialidad, pues esta no demanda esfuerzo alguno. Sin embargo, sus consecuencias son funestas.
La moderación a la que me refiero no se relaciona con posiciones ideológicas o políticas. Por el contrario, se sitúa bien lejos de estas para proveerse de la prudencia indispensable para entender cuándo el debate de un tema fundamental se descarrila y toma el camino equivocado. Los calores tropicales y el temperamento ibérico que brota de nuestro interior en circunstancias difíciles, no hacen fácil la tarea de permitir que la moderación suplante el fanatismo. Pero tenemos la obligación, moral sobre todo, de imponerla como una norma en las discusiones nacionales.
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