Por Julio Cury
El art. 53.3 de la Ley núm. 137-11 sujeta la revisión constitucional de decisiones jurisdiccionales a la violación de al menos un derecho fundamental, condición que, aunque necesaria, es insuficiente para admitirla a trámite. El Tribunal Constitucional debe determinar si concurre un requisito adicional que el párrafo de esa norma exige: la especial trascendencia o relevancia constitucional.
Este sintagma vago e indeterminado lo hicimos nuestro de la modificación que en España sufrió su LOTC en el 2007, la cual, a su vez, lo adoptó de la normativa alemana que más de una década antes había optado por abandonar la subjetivación del recurso en comento. La trascendencia especial es también requisito de admisibilidad de la revisión constitucional de sentencias de amparo, mas el art. 100 de la Ley núm. 137-11 que, para no faltar a la verdad, es un calco del art. 50.1 b) del texto ibérico, al menos ofrece una directriz: “… se apreciará atendiendo su importancia para la interpretación, aplicación y general eficacia de la Constitución, o para la determinación del contenido, alcance y la concreta protección de los derechos fundamentales”.
De todas formas, la textura abierta del predicado que me mueve a escribir le da al intérprete un amplísimo margen de apreciación, por lo que el supremo intérprete de nuestra Ley Sustantiva, interesado en concretar profuturo su alcance, empezó a bosquejarlo en su TC/0007/12. Poco después, en la TC/0012/12, ofreció un repertorio -no limitativo- de supuestos que lo acreditan.
A decir verdad, no debimos injertar la especial relevancia en nuestra legislación tan temprano como en el 2011. Como sabemos, en España obedeció al propósito de aligerarle la carga laboral a su colegiado constitucional, por lo que estando nosotros huérfanos para entonces de jurisprudencia en la materia, resultaba ilógico taponar el cedazo de la revisión constitucional, salvo que el legislador tuviese a manos un barómetro o algún otro instrumento de precisión que le permitiera anticipar que entre nosotros ocurriría lo mismo.
Haber objetivado la revisión constitucional sobre la base de experiencias de otras latitudes, sin saber quizás de dónde traía causa, fue una actitud intelectual poco plausible. Sea como fuere, lo cierto es que asumimos una redacción farragosa que presupone la inadmisibilidad, endosándole implícitamente al recurrente la carga de justificarla independientemente a la sustentación jurídica respecto del derecho fundamental que se alega vulnerado.
Sospecho que el legislador no conocía el terreno que pisaba. En primer término, porque para renunciar a la dimensión subjetiva del recurso en mención en cuanto a las sentencias de amparo, los españoles tomaron en cuenta la posibilidad de recurrir en apelación y casación las sentencia dictadas, lo que además de no ser así entre nosotros, permite suponer allá -por la capacitación de sus juzgadores- la adecuada protección subjetiva de los derechos fundamentales.
Y en segundo lugar, porque el art. 7.1 de nuestra Ley núm. 137-11 prevé que la jurisdicción constitucional “debe estar libre de obstáculos, impedimentos, formalismos o ritualismos que limiten irrazonablemente la accesibilidad y oportunidad de la justicia”. Este enunciado, mutatis mutandis, se reitera en el numeral 9 del mismo precepto: “Los procesos y procedimientos constitucionales deben estar exentos de formalismos o rigores innecesarios que afecten la tutela judicial efectiva”.
La paradoja no puede ser mayor, porque siendo la ley un tejido denso y entrecruzado que se vertebra de forma sistemática, la especial relevancia parece contrariar los principios previstos en las normas transcritas, considerando que la primera garantía que consagran los artículos 69 constitucional y 25 de la CADH es la de acceder a la jurisdicción. Se trata, en efecto, del presupuesto indispensable para materializar los demás derechos fundamentales que, vale aclararlo, no se limita a “traspasar el umbral de la puerta de un tribunal, sino a que, una vez dentro, este cumpla la función para la que está instituido”, como enseña Díez Picazo Giménez con irreprochable corrección.
Esa viabilidad es la que precisamente problematiza el concepto analizado, sin olvidar que es contrario al principio pro actione hacerlo por vía legislativa o a través de “la interpretación excesivamente rigurosa y formalista de las normas procesales”, conforme al TEDH en el caso Pérez de Rada Cavanilles vs España. Por fortuna, tanto el art. 53.3 como el art. 100 de la Ley núm. 137-11 han sido interpretados de manera flexible y finalista por el Tribunal Constitucional, que ha rehusado institucionalizar su discrecionalidad, desplazando el centro de gravedad del asunto desde la ley a los principios de razonabilidad y justicia. Y así, ha evitado que la especial trascendencia, utilizada en España y Alemania para acortar la oportunidad recursiva ante sus sedes constitucionales, restrinja la oportunidad de interponer el recurso.
Reitero que el injerto del sintagma en cita fue aventurado, como también lo sería una redefinición de su alcance en atención a la arrogancia del positivismo, o lo que es lo mismo, a la literalidad de las normas que lo contemplan. No sin razón, el profesor chileno Carlos del Río Ferrett defiende la necesidad de aplicar los “mecanismos de admisibilidad con una interpretación favorable al acceso al medio de impugnación, debiendo hacer primar la voluntad de impugnación sobre exigencias técnicas o formales que embaracen su ejercicio”.
Asimismo, en el caso Herrera Ulloa vs Costa Rica y, posteriormente, en Castillo Petruzzi y otros vs Perú, la Corte IDH expuso que “La posibilidad de recurrir el fallo debe ser accesible, sin requerir mayores complejidades que tornen ilusorio el derecho”, como indudablemente lo torna la especial trascendencia. Nuestra doctrina constitucional tampoco difiere: “[…] ante dudas fundadas sobre la observancia por parte del recurrente de un requisito objetivo de admisibilidad en particular, el Tribunal Constitucional debe presumir la sujeción del recurrente a dicho requisito para garantizar la efectividad de sus derechos fundamentales”.
Y agrega: “Respecto a la aplicación de este principio en los procesos constitucionales, este colegiado concuerda con el criterio externado por la Corte Constitucional de Colombia, la cual… asentó el criterio que se transcribe a continuación: […] debe preferirse una decisión de fondo antes que una inhibitoria, de manera que se privilegie la efectividad de los derechos de participación ciudadana y de acceso al recurso judicial efectivo ante la Corte […] el rigor en el juicio que aplica la Corte al examinar la demanda no puede convertirse en un método de apreciación tan estricto que haga nugatorio el derecho relativo al recurso de revisión constitucional de decisión jurisdiccional”.
La sobrecarga procesal es un problema que enfrentan todos los órganos jurisdiccionales, y es previsible que en una sociedad cada día más compleja e informada, los desencuentros aumenten progresivamente y degeneren en procesos. Sin embargo, la respuesta no debe ser la constricción del trámite de admisión a la justicia, y tanto menos a la constitucional, toda vez que ella es la que restablece, como con meridiana claridad señala Humberto Nogueira Alcalá, “el imperio del derecho afectado, preservando u otorgando fuerza normativa al derecho constitucional material, superando… los déficits de interpretación y ponderación de derecho o los déficits de procedimiento”.
Nuestro Tribunal Constitucional cumpliría ineficazmente su función objetiva –defensa del texto supremo- y con la subjetiva –protección de los derechos fundamentales-, si reprodujera el arbitrario patrón de selección de su versión anglosajona: el writ of certiorari. Del mismo modo que la demanda pública de servicios hospitalarios no puede desincentivarse reduciendo el personal médico o el suministro gratuito de medicamentos a los desheredados de la buena suerte, no puede desmotivarse a los ciudadanos a impugnar en revisión constitucional taponando su filtro de acceso.
Sucede lo mismo con el interés casacional, otro concepto importado con fines economicistas que se presta a interpretaciones excesivamente discrecionales, del cual la Ley núm. 2-23 apenas ofrece un catálogo de supuestos que presumen su contenido material. El remedio terminará siendo peor que la enfermedad, ya que, al obstruir la puerta principal de entrada a la SCJ, inmovilizará el derecho el seno de una sociedad dinámica, cambiante, donde es preciso encajarlo en la horma del modelo imperante al momento de aplicarlo.
En definitiva, pienso que hasta que la sublevación contra los precedentes constitucionales no apareje sanción, la especial trascendencia debe seguirse interpretando sin rigidez dogmática, o para valerme del término químico de Zagrebelsky, con ductilidad. Pudiera incluso sugerir que al modo lampedusiano: prescindiendo de la naturaleza objetiva de dicho requisito. Después de todo, el legislador sabio y omnicomprensivo es una falacia, por lo que el juez debe huirle a la veneración ciega y mansa de la ley. En palabras de Alejandro Nieto, la razón jurídica “controla el derecho, verifica si cumple con los objetivos previstos, si está adaptado a las circunstancias existentes”, de lo que podemos colegir que el juez debe ir más allá del texto positivo.
Si a esto sumamos que en el ámbito del Poder Judicial, por venalidad o incompetencia, no se tutelan debidamente los derechos e intereses legítimos, podremos convenir entonces que el juicio de relevancia constitucional debe seguir siendo laxo y flexible. De lo contrario, “garantizar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales”, misiones que la Carta Sustantiva le confía a la jurisdicción especializada que su art. 184 creó, devendrá en pura quimera.