La columna de Miguel Guerrero
La situación internacional hace cada vez más difícil la adopción por parte de las naciones ricas de medidas punitivas, ya sean de carácter económico como militar, contra los deudores morosos. No obstante, ningún país pobre puede escaparse tan fácilmente de la amenaza de estallidos sociales como consecuencia de sus altos índices de indigencia.
En un buen número de ellos, la estabilidad depende de que se le preste mayor atención a los problemas del desempleo y la pobreza creciente. Lo que tal vez se logre cuando puedan desembarazarse del miedo a la deuda externa.
El hecho de que se la honre no significa que deba renunciarse al derecho a una tasa mínima de crecimiento, porque implicaría una disminución peligrosa de las expectativas nacionales y un desmejoramiento de los niveles actuales de la población, precarios en la mayoría de las escalas sociales.
El pago de la deuda debería realizarse tomando en cuenta la inaplazable necesidad de incrementar los niveles de vida de la población, en especial los de aquellos sectores que viven en estado de postración y en condiciones marginalidad. Sacrificar tasas mínimas de crecimiento de la economía, terminaría creando una situación social tan explosiva que amenazaría seriamente la estabilidad tan necesaria a las propias garantías que requieren los acreedores para asegurar la recuperación de su dinero.
El asunto reviste cada día mayor gravedad por cuanto lejos de disminuir, la deuda externa continúa creciendo y ese es el caso particular de nuestro país, obligado a seguir endeudándose para saldar un pasivo social fruto de las incoherencias de sus propias políticas económicas causantes de más pobreza y desigualdad.
De todas maneras, el desafío mayor de estos tiempos de crisis es evitar un mayor desempleo. Esta prioridad debería pautar las acciones del gobierno para evitar grandes choques sociales.
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